Educación

Don Mario, profesor y maestro de vida

Mario Hernández Sánchez-Barba
Mario Hernández Sánchez-BarbaLa Razón

«Vaya Ud. asomando el morro o no saldremos nunca», animó don Mario a mi nervioso amigo, que, sentado al volante y con el motor encendido, no se decidía a despegarse del bordillo y entrar a circular en la concurrida calle madrileña de Jorge Juan. Jóvenes universitarios, habíamos ido al despacho del renombrado catedrático Mario Hernández Sánchez-Barba, ilusionados y un poco cohibidos al mismo tiempo. Le pedimos que sostuviera un coloquio con estudiantes de los últimos años de carrera y profesores de enseñanza media en nuestro recién ideado Foro universitario y profesional. Para nuestra satisfacción, aceptó y, para nuestro asombro, una vez que supo que traíamos coche y conoció nuestra trayectoria, nos pidió con naturalidad que lo acercáramos a su casa. Era una tarde de 1991. Fue el día en que conocí a quien sería mi director de tesis doctoral.

Don Mario –fallecido con 96 años el pasado martes– fue un maestro de vida que me orientó, inspiró, alentó y acompañó en mis estudios y proyectos a lo largo de tres decenios: desde aquel casi infantil Foro –y que, sin entonces poder imaginarlo, resultó el humilde arranque de unas relaciones que habrían de conducirlo a la Universidad Francisco de Vitoria, que él acompañó desde sus principios– hasta el programa de Historia de la Iglesia en América, en cuyo comité científico tuve el honor de contar con él.

Maestro de vida y no solo por ser historiador, siendo como es la historia magistra vitae, sino por ser un hombre recto e intelectual apasionado que puso su talento y su ejercicio profesional con empeño al servicio de su familia, de la universidad, de España, de Hispanoamérica y del mundo. Hombre enraizado en la verdad de la historia, creció con la savia de la fe en Dios y también en la sociedad, a cuya ilustración y educación se dedicó sin tregua.

Sus discípulos sabíamos que habría de morir con las botas puestas. Activo, trabajando hasta el final. Para él, vivir era circular, no parar, no cejar de construir con las fuerzas restantes un mundo más humano, más fraterno y auténtico. Sus numerosísimas publicaciones científicas y divulgativas, también en este diario, dan fe de esto. Hay que asomar el morro. Hay que atreverse a entrar en circulación en medio del tráfico de las ideas, a lanzarse al campo de la batalla por la cultura, a comprometerse en las causas nobles que embellecen la vida y la sociedad.

La mayor lección que aprendí de él no fue de historia. A finales de la carrera en la Universidad Complutense, sentí el frenesí del apasionamiento hasta el punto de soñar con hacer de la Historia el entero horizonte de mi realización personal. Don Mario era un modelo entusiasmante e inspirador. Pero precisamente, observándolo de cerca, caí pronto en la cuenta de que ese hombre, que estaba en la cumbre de la profesión del historiador, tenía en realidad otro tesoro que lo llenaba más y que era la fuente de su realización: su familia y, con ella, todo aquello que él amaba. Mi espejismo se deshizo. Vi que solo el amor a los demás justifica la entrega de una vida, y descubrí que lo que movía a don Mario en su quehacer de historiador era el amor. Un amor madurado a lo largo de toda una vida, que pasó también por la prueba de la decepción ante la mezquindad humana, saliendo más fuerte, sostenido por la fe cristiana y abierto siempre a la esperanza. Un amor que mantuvo a don Mario enérgico y activo mientras vivió. Para él la historia, o sea la vida, era acción. Y la ciencia histórica un magnífico instrumento para actuar el amor desvelando la verdad, que es el único punto de partida para construir con provecho el reencuentro social. Mientras recorremos este mundo estamos en él para actuar en su mejora, para dejar una huella e imprimir una dirección positiva. Solo lo haremos desde el amor y la verdad.

Gracias, Mario, querido profesor y amigo, bendícenos desde el cielo.