Opinión

La reina creyente

Antonio Pelayo
Antonio PelayoLa RazónLa Razón

Los medios de comunicación le han dedicado a Isabel II de Inglaterra amplios espacios más que merecidos subrayando sus valores humanos y políticos.

No se ha prestado, sin embargo, suficiente atención a un aspecto muy marcado de su personalidad: su profunda fe, su arraigada espiritualidad, su adhesión a la Iglesia anglicana de la que era su cabeza visible; a ello hay que añadir sus amistosas relaciones con la Iglesia católica y en concreto con los Papas de Roma; a los cinco últimos les visitó en la Ciudad Eterna y a tres de ellos –Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI– les recibió con todos los honores durante sus visitas al Reino Unido; al cardenal Basil Hume, arzobispo de Westminster, le llamaba cariñosamente «nuestro cardenal».

Todas estas actitudes no eran expresión superficial u obligaciones de su mandato al recibir la corona en la Abadía londinense. Elizabeth Windsor heredó de su familia una «inquebrantable fe en Jesucristo» (como señaló Francisco en su telegrama de pésame al Rey Carlos III). Lo confesó públicamente el año 2000 cuando dijo: «Para mí las enseñanzas de Cristo y mi propia responsabilidad personal ante Dios me proporcionan un marco en el que trato de llevar adelante mi vida».

Uno de sus biógrafos, Matthew Dennisson, relata que «como es sabido la reina recita sus oraciones mañana y noche, lee la Biblia y va a la Iglesia todas las semanas».

En efecto son numerosas las imágenes de Isabel II asistiendo a diversas celebraciones religiosas acompañada, mientras vivió, por su madre Elizabeth Bowes –Lyon y también por sus hijos y nietos aunque no parece haber sido capaz de transmitir a algunos de estos sus creencias y hábitos religiosos.