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Quisicosas

Alquileres estivales

Ni internet ni las fotos on line eliminan la posibilidad de toparse con un pierrot en el baño o unas flores de tela casi grises de polvo

Cristina López Schlichting larazon

Adoro las vacaciones, de acuerdo, pero los preparativos son estresantes. Se rompen las rutinas -que son diques de seguridad emocional- se convive con personas nuevas y es preciso hacer alquileres, reservar billetes y hoteles y preparar equipajes con tediosas compras previas de bañadores, piolets, manguitos infantiles. Eso sin contar el peregrinaje de rigor por la farmacia, las vacunas o el acopio de divisas. Me ha resultado hilarante el relato en La Razón del veraneo en Ribeira Sacra de Pascual y su pareja, que alquilaron una habitación sin reserva reembolsable y descubrieron que la ventana se abría sobre un cementerio con féretros apilados: “Un diez en tranquilidad”. Yo alquilé una masía en Gerona a la que llegué cargada de maletas y niños y donde hedía de tal manera el pozo ciego que nos pareció pernoctar en una ergástula de La Bastilla. Ni la cocina provenzal, ni la piscina privada ni la inversión de todos nuestros ahorros nos frenó para huir completamente atufados al día siguiente y veranear en un apartamento miserable donde nos realojó la inmobiliaria. También tengo larga experiencia en sobresaltos estéticos. En Torrox alquilé a unos alemanes que habían decorado a la tirolesa un chalet en primera línea de playa. Había perros pastores de escayola, en tamaño natural; parejas de Hansel y Gretel y jarras de cerveza multicolores. Me invadió un ansia peligrosa de practicar el yodelling desde primera hora de la mañana. Desde entonces no me recato, tan pronto me topo con un paisaje de ciervos nevados en una pared de Almería, una colección de figuritas de danzantes de ballet, una colcha de pelo largo de colores estridentes, recojo todo en bolsas y lo coloco cuidadosamente en un armario que clausuro a cal y canto. Eso me garantiza la paz espiritual. Avenirse con el casero no impide disentir de sus cánones de belleza. Mi empeño en viajar con la familia me ha llevado a correr riesgos notables. Por ejemplo, las duchas italianas de los hoteles de tercera, donde el baño carece de plato para el agua y ésta cae libremente desde la cebolla del techo sobre el lavabo y el WC, hasta desembocar por debajo de la puerta en la moqueta del dormitorio, en la que chapotean los bebés. O la posada donde los huéspedes son camioneros acompañados de señoritas muy pintadas y teñidas, de manera que hay que explicar a los niños que son artistas de circo. Ni internet ni las fotos on line eliminan la posibilidad de toparse con un pierrot en el baño o unas flores de tela casi grises de polvo. Y eso sin mencionar los timos. Ánimo y al toro, que la aventura flexibiliza la mente y aleja el espectro de la neurodegeneración.