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Sabía lo que estaba haciendo y el porqué

La Razón
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¿Quién es realmente Bretón? ¿Cómo pudo hacer lo que hizo? ¿Qué perfil se esconde tras este hombre hasta hace poco insignificante? Preguntas como éstas se disparan cada vez que estamos ante un hecho trágico y criminal, y más con menores inocentes. Y es que la opinión pública ante semejantes conductas necesita un porqué, al menos un diagnóstico, algo que explique lo inexplicable, para mitigar la angustia colectiva que supone saber que puede haber personas capaces de los más horrendos hechos, que, con la etiqueta de «normalidad», caminan junto a nosotros, son nuestros vecinos, nos cruzamos permanentemente con ellos y están en la penumbra del peligro que nos rodea.

Y entonces aparece un psicólogo, un sociólogo, un criminólogo o, como en este caso, un psiquiatra que trata de entender lo sucedido y de paso calmar la inseguridad de los ciudadanos, y en ese papel efímero estamos aquí.

De Bretón no existe hoy por hoy un diagnóstico médico psiquiátrico que defina un trastorno mental de ningún tipo, lo que le haría inimputable. No hay sino acercamientos a su personalidad y todo lo más a su conducta. Le han visto médicos forenses, psicólogos y psiquiatras, y el clamor técnico es que en todo momento sabía lo que hacía y por qué lo hacía; distinguía lo justo de lo injusto y el blanco del negro, y, así, se ha mantenido imperturbable en todas las diligencias, careos, y presencia en distintos lugares incluido el escenario de los últimos hechos.

Nada hace suponer que ahora «se vaya a venir abajo» o que «confiese y mucho menos que se arrepienta, sino lo ha hecho ya es difícil que lo vaya a hacer.

Bretón es por lo que hemos visto un personajillo insignificante sin formación y sin criterios morales concretos, que dio tumbos en su vida de aquí para allá sin objetivos claros, embebido en un pensamiento machista, egocéntrico, narcisista y vegetativo, para el que lo único importante era su voluntad y su ego, que por encima de todo buscaba pleitesía y no afectividad, y reconocimiento y no confianza, dando el perfil de una personalidad fría en lo afectivo, hiperracional en lo intelectual, sensitivo e hiperalerta en la relación con los demás, y con una escasa capacidad para tolerar la frustración, es decir incapacidad para aceptar el no y la contradicción con sus ideas.

En el momento de enfrentarse a la separación de una mujer mejor que él, más formada, más afectiva, más sociable y con las cosas más claras, se quedó sin más recurso que la violencia, que expresó a través del odio, el rencor y la coacción, y, como no podía con ella, presumiblemente la atacó por medio de sus hijos, que aunque hijos, para él eran de su propiedad, y en un torbellino de ceguera e ira debió acabar con lo más preciado para su mujer en un intento de matarla psíquicamente.

Los psiquiatras en estos casos no vemos perfil ni diagnósticos, solo vemos el mal, y el mal, que existe, es otro cantar.