Viajes

El cocodrilo está servido

En la comunidad de Kampong Pluk se puede degustar uno de los manjares más peligrosos de la gastronomía camboyana

Algas y árboles se funden en extrañas figuras por los bosques de Kampong Pluk.
Algas y árboles se funden en extrañas figuras por los bosques de Kampong Pluk.Alfonso Masoliver

Estos últimos meses que escucho a conocidos y desconocidos despotricar contra los animales que ingieren en Asia, no puedo evitar esconder la cara. Por aquí comentan en una cena (mascarillas aparte) que es una vergüenza permitir que se consuma murciélago, nada más y nada menos, un foco de enfermedades que casi roza la categoría de arma bacteriológica. Yo me declaro culpable y escondo las mejillas. Es porque entre pitos y flautas he saboreado - también devorado y felicitado al cocinero - en uno u otro lugar perro, caballo, conejillo de indias, múltiples tipos de insectos con sabor dulzón, huevos de pato cocidos a medio desarrollar, cocodrilo, lagartos... También sospecho que una vez me dieron rata por liebre. Pero eso prefiero no pensarlo.

Cuando el hambre arrecia, las convicciones se tambalean. O como decía Groucho Marx: estos son mis principios y si no le gustan, tengo otros. Apuesto cinco euros a que el comediante sabía de buena tinta lo que era pasar hambre. En cualquier caso no voy a entrar en el escándalo que muestran los británicos cuando se enteran de que los españoles comemos conejo, o los hindúes al saber que devoramos cada centímetro de la vaca, que más, también los musulmanes al vernos llenar los carrillos del sucio cerdo. A quién no haya comprendido a estas alturas que cada cultura consume sus guarradas, podemos darlo por perdido.

En un lugar de Camboya...

Quiero acordarme del nombre porque lo he olvidado. Busco en Internet cómo se llamaba ese pueblo encantador que fui a visitar con Sovan antes del coronavirus, hasta que encuentro el nombre y los recuerdos entran al galope en mi memoria. Aquí está: Kampong Pluk. El pueblo flotante. Las casas se levantan sobre altas columnas de madera, las columnas toman aire y se sumergen en el agua durante la estación húmeda. Entre los hogares pasean barcas con la pintura desconchada. Se trata de uno de los pueblos que merodean en silencio por las zonas pantanosas de Camboya, a pocos kilómetros de Siem Reap.

Al regresar la estación seca, las vigas húmedas, podridas tras los meses de lluvia, ser renuevan por unas nuevas.
Al regresar la estación seca, las vigas húmedas, podridas tras los meses de lluvia, ser renuevan por unas nuevas.Alfonso Masoliver Sagardoy

¿Qué se puede hacer en un sitio tan apartado, separado incluso de la propia tierra? Poca cosa. La tarea de trasladarse de un edificio a otro es tan aparatosa - bajar las frágiles escaleras hasta la barca, tirar una y otra vez de la cuerda del motor hasta que este arranca, zigzaguear mientras se esquivan pedazos de basura, barcas ancladas y las vigas de las casas, aparcar la barca, mojarse, subir los escalones una vez más - que lo habitual durante los meses de lluvias es que todos se queden en casa. Solo saldrán un puñado de veces por semana los hombres, pescadores, de tez oscurecida por el duro sol camboyano. Merodearán por el lago en busca de algún pescado que echarse a la boca.

Yo observaba el extravagante espectáculo de columnas, madera, redes y barcas desde mi posición privilegiada de turista. ¿Cuál es la fuente de alimentación de estas personas? Peces, esto es evidente. El nivel del lago estaba demasiado alto como para plantar arroz o cualquier otro alimento. Los árboles frutales hace años que se pudrieron. Seguía pensando que los peces no son alimentación suficiente cuando, en un momento dado, se nos acercaron unas mujeres subidas en sus barcas con intención de venderme unas cajitas con lapiceros y cuadernos escolares, entregados meses atrás por una ONG que después debió largarse sin comprobar el uso que se daba al material. Apenas un dólar por cuaderno. Quizá dos por la cajita de lapiceros.

¿Qué manjares podrán permitirse con la venta de cuadernos y lapiceros?

Los enemigos de la tierra

Pedí a Sovan que me llevase a la parte más profunda del pueblo. Quería abrir muy fuerte los ojos y grabar cada detalle en mi memoria. Al final es excitante buscar estos detalles en la alimentación de los habitantes de tierras tan duras, siempre me han interesado, quiero decir, hace falta un estómago de hierro o mucha astucia para alimentarse tres veces al día en un desierto. O en un cenagal como el que abraza las casitas de Kampong Pluk.

Barca de pescadores en Kampong Pluk
Barca de pescadores en Kampong PlukAlfonso Masoliver Sagardoy

No pude ver demasiado. Algunos niños mojaban los pies en los bordes de sus casas, hasta que sus madres les chillaban para que volviesen a entrar. Dos ancianos desenredaban las redes de sus hijos. Los más jóvenes les observaban trabajar. En todo el pueblo circulaba un silencio delicioso, este mes había pocos turistas, era día de fiesta en la escuela y los lugareños podían descansar con tranquilidad.

A las afueras del pueblo se balanceaban los edificios más aventureros, que en vez de estar anclados a la tierra, flotaban. Eran barcos-casa, si podemos llamarlos así. Enormes edificios que en ocasiones sobrepasaban los 150 metros cuadrados, gigantes de madera crujiente que parecían sacados de una película del Studio Ghibli. Sovan me explicó que ellos son los nómadas del agua, siempre navegan tras de ella y desconfían de la tierra firme. Ahora estaban aquí pero cuando se secase el pantano, navegarían rumbo al interior del lago. “Los lugareños les tienen en mucha estima”, continuó, “porque ellos son quienes más comida tienen”.

Cocodrilo a la plancha

Mis dudas comenzaban a dilucidarse. Serpenteando por el agua, Sovan me llevaba al núcleo alimenticio de la comunidad, dispuesto a destaparme la sorpresa. Saltamos con agilidad a un barco-casa que era también restaurante, vacío de clientes, y nos sentamos a la mesa. No había menú. El plato era solo uno y si no me gustaba, ya podía largarme a los restaurantes que hay en tierra. Pero claro, los restaurantes de tierra están lejos, el alquiler de los locales es demasiado caro, además, no todos quieren vivir el estruendo de una ciudad asiática a medio camino de la sobrepoblación.

A siete metros de profundidad, aguardan su final los cocodrilos de la granja.
A siete metros de profundidad, aguardan su final los cocodrilos de la granja.Alfonso Masoliver Sagardoy

Me presentaron un plato sencillo, sin adornos. Un pequeño pedazo de carne humeaba en el centro blanco. Lo probé. Un sabor extraño. Un bocado más, entusiasmado. No es sencillo encontrar un sabor que desconozcamos por completo. Tras terminar el diminuto manjar, sin hacer caso de las risas divertidas de Sovan y el dueño del local, me dejé arrastrar a un extremo de la casa, donde me aseguraron que guardaban mi reciente almuerzo.

Puedes imaginarlos muy quietos, tomando el sol, con los ojos amarillos mudos de apatía. Cuando el dueño les acercaba un palo muy largo, coleaban encolerizados y mordían el aire, una dentellada destructora capaz de haberme partido el brazo. Así caí de lleno en una granja de cocodrilos y pude probarlos. Para el cocinero bastaba un disparo certero en la cabeza de cualquier reptil, levantarlo con el gancho que se situaba al final de su palo, filetearlo, pasarlo por la sartén y, voilá: cocodrilo a la plancha.

Pero debo reconocerte, quizá esta sea la razón que me lleve a esconderme cuando mis amigos me tachan de marrano, que no sentí repugnancia por haberlos probado. Al contrario. Estaban deliciosos. Y si te soy sincero... volvería a devorarlos.