Cultura
Cuadro de la semana: Iván el Terrible y su hijo
La obra de Ilía Repin resume en la mirada de Iván Vasílievich los gestos de crueldad y de locura que marcaron el momento más difícil del que fue el primer zar de Rusia
¿Reconoce el lector cómo se siente cuando la mente avanza hacia la locura? Se trata de una sensación concreta. Las líneas que nos atan desde hace años, estas que nos impusieron los más indeseables maestros, nuestros progenitores autoritarios, los envidiosos, unas líneas inútiles que tanto esfuerzo cuesta sostener, se derrumban bruscamente. Es excitante. Los hombros se relajan y la mente vuela más liviana de lo habitual. Puede experimentarse, esta ligereza, con una facilidad asombrosa. Al eliminar las líneas inútiles borramos también aquella que separa lo físico de lo abstracto, y es entonces cuando todo parece funcionar. Por fin. Sentimos el peso del espíritu de la misma manera que notaríamos el de una manzana y mordemos a bocados ese espíritu transformado, corre su líquido entre nuestras comisuras como haría la pulpa de una fruta.
Los conceptos de tiempo, espacio y realidad se transforman, hasta caber todos ellos en el hueco de nuestras manos. Es así, nos volvemos poderosos en el mundo de lo abstracto. Pero es extraño. Después del subidón que nos confiere la locura, este que nos hace sentir más fuertes que nunca, una vocecilla insoportable nos taladra con una serie de susurros que no somos capaces de silenciar. Es una conciencia que no preveíamos quien lo afirma, socarrona: “al final ha tenido que ocurrir. Enloqueciste, chaval. Y ya no hay marcha atrás”. Con la misma facilidad con que nos sentimos dioses, esta voz horrible procura despojarnos de nuestros poderes recién adquiridos, entonces experimentamos un sentimiento insufrible de culpabilidad, como tirándonos de vuelta a la cordura. Enloquecer es maravilloso. Pero nuestro nuevo don, el de aligerar los pensamientos, viene acompañado por la culpabilidad que todo demente siente cada pocos días. Sentimos lástima por nosotros mismos, desde luego, pero también por aquellos que nunca conseguirán liberarse de las líneas que les impusieron.
Breve receta para enloquecer al estilo del Zar Iván
Aunque son dos figuras las que destacan en el centro del cuadro, solo una de ellas resulta relevante. La otra, aquella que sangra por un lateral de la cabeza, fue asesinada demasiado joven para resultar interesante. Observe el lector los ojos de Iván el Terrible, nuestra figura principal, mientras sostiene en brazos a su hijo tras haberlo asesinado. Estudie los ojos cargados de terror y culpabilidad, que es la misma culpabilidad que suele asaltar a cualquier loco una o dos veces por semana. Veamos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué tuvieron que observar esos ojos desorbitados hasta conseguir una mirada aterradora?
Iván IV Vasílievich, conocido popularmente como Iván el Terrible, nació en Kolómenskoye, a las orillas del gélido río Moscova, en 1530. Murió una mañana de 1584, dicen que envenenado por sus enemigos boyardos, mientras se preparaba para jugar una partida de ajedrez. Entre una y otra fecha se casó siete veces, fardó de haber desflorado a más de mil vírgenes para luego asesinar a sus bastardos, masacró ciudades enteras y sin piedad, consiguió coronarse como el primer zar de Rusia, guerreó contra polacos, suecos y tártaros. Extendió las fronteras de su reino para alcanzar límites hasta entonces inesperados. Asesinó a su propio hijo. Y, según sus propias palabras, sobrepasó a todos los pecadores desde los tiempos de Adán hasta sus días.
Los primeras semillas de la locura tardan varios años en germinar, como lo haría una flor de las montañas. Es regada con paciencia y esmero a lo largo de las estaciones. Las desgracias de Iván Vasílievich, sus primeras semillas que digamos, fueron plantadas tras ser asesinada su madre cuando él tenía nada más que ocho años, cinco años después de que falleciera su padre, Basilio III de Moscú. Entonces los boyardos - que habían envenenado a su madre y años después le envenenarían también a él - le encerraron en su palacio del Kremlin y le castigaron con todo tipo de vejaciones y malos tratos, siendo todavía un chiquillo, para asegurarse así que se convertiría en un gobernante débil y fácil de manipular. Una estrategia estúpida que llegó a su fin cuando Iván cumplió los 13 años y ordenó a un reducido grupo de fieles que secuestraran al príncipe Andréi Shuiski. Tras apresarlo, mandó lanzarlo a una jauría de perros para que lo descuartizaran. Y con este acto tan repentino, siendo joven todavía, surgieron los primeros brotes verdes en la mente marchita de Iván Vasílievich. Entonces nadie volvió a atreverse, jamás, a encerrarlo en su palacio.
Arrebato de locura
Hacer el mal era para Iván algo tan habitual como desayunar tostadas un domingo por la mañana. Sus crueldades se cuentan por decenas. Por ejemplo con 22 años conquistó la ciudad de Kazán y exterminó a todos sus habitantes, solo para sustituir a su población musulmana por colonos rusos y ortodoxos. Sus agresivas políticas contra los movimientos migratorios de nómadas asiáticos, así como sus planes para poblar Siberia y sus abundantes victorias militares, le valieron para que el patriarca de Alejandría le comparase con Alejandro Magno. Una descripción paradójica, desde que el emperador macedonio también exterminó a los ciudadanos de Persépolis y de Tiro tras conquistarlos.
La gota que colmó el vaso de su locura ocurrió tras la muerte de su amada esposa, Anastasia Románovna, en 1560. Su comportamiento, ya agresivo por lo habitual, se radicalizó aún más, tornando en carices psicopáticos y obsesivos, y fue entonces cuando podría decirse que entró en la etapa más oscura de su vida. Tras una fuerte discusión con varios nobles moscovitas, juró en falso que abdicaría en favor de sus hijos y se retiró a 100 kilómetros de Moscú, solo para planear la ejecución de decenas de contrincantes boyardos y miembros del clero. Regresó a Moscú y organizó la conquista de Nóvgorod – pensó en un arranque de locura que la ciudad conspiraba contra él -. Conquistó Nóvgorod y ejecutó a 3.000 habitantes como castigo ejemplar. Luego volvió a Moscú.
Cosas así. Se dice que por las noches se escuchaban sus aullidos salir de los muros de palacio. Igual que un chiquillo que se lanza por una pendiente de nieve sin frenos en su trineo, Iván Vasílievich rodaba hacia abajo por la cuesta de la locura. Llegamos entonces al momento que refleja el cuadro de hoy: tras golpear a la esposa de Iván Ivanovich, su heredero e hijo favorito, al parecer debido a que sus vestidos no eran lo suficientemente ortodoxos, se enzarzó en una violenta discusión con el zarévich. Envuelto por la cólera atacó con su bastón al desafortunado heredero, y pocos segundos después lo sostenía muerto entre sus brazos. Este es el momento que observamos. Cuando la mente nublada de Iván Vasílievich se reconoce su locura sin excusas, durante un segundo antes de sumirse definitivamente en las tinieblas.
Un cuadro maldito
Hoy podemos encontrar esta obra magistral, pintada por la mano milagrosa de Ilía Repin en 1885, en la Galería Tretyakov de Moscú. El artista fue un apasionado de los ideales expuestos durante la época de la Ilustración, y por tanto reticente a los movimientos artísticos y culturales que marcaron su propio siglo. Por otro lado buscaba expresar los cánones de la belleza clásica, al estilo de los pintores de los siglos XVI y XVII, claramente influenciado por las etapas más oscuras de Rembrandt y el realismo escénico de Velázquez.
Esta influencia puede observarse en los detalles de su obra: la silla volteada en el extremo izquierdo otorga una temporalidad a la escena, al suponerse que fue derribada segundos antes durante el forcejeo con su hijo. El fascinante realismo que expulsan los ojos aterrados del zar filicida, un realismo poco común entre las obras impresionistas que caracterizaron el tiempo de Repin, subraya su obcecación por mantener los métodos clásicos. En cuanto a sus ideales ilustrados, estos pueden comprobarse cuando dedicó sus obras a criticar los elementos de poder en lugar de alabarlos. Sus obras no estaban dirigidas a los gobernantes sino al pueblo. Y esta crítica queda patente en su representación del que fue el primer zar de Rusia.
Aunque el cuadro fue acogido con el favor de la crítica, ha sufrido dos ataques, el primero de ellos sumamente inquietante. Ocurrió que en 1913, un hombre acuchilló tres veces los rostros de la obra, en lo que Repin interpretó como “un ataque contra los monumentos clásicos y académicos del arte, que van ganando fuerza cada día”. El director de la galería dimitió tras el incidente, mientras su conservador, Gueorgui Khrouslov, resultó tan afectado que pocos días después se arrojó a las vías del tren. Un segundo ataque se dio en mayo de 2018, cuando un borracho golpeó con un poste el cristal de seguridad del cuadro, según él por considerarlo históricamente inapropiado – debe tenerse en cuenta que no son pocos los historiadores que achacan la demencia de Iván Vasílievich a las dosis de mercurio, un metal venenoso, que recibía de manos de sus doctores para tratar la sífilis -.
Cuando la imagen de un demente nubla el juicio de los hombres, debemos buscar la razón para que ocurra tal cosa. Y yo lo pienso, son esos ojos. Tan esquivos y cuerdos a la vez. Asustados por un segundo. Solo para volver a endurecerse, ya sin interrupciones, hasta su final inevitable.
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