Misterio

La puerta oculta de Sacsayhuamán: el enigma del acceso al inframundo inca

Jorge Calero encuentra la “cabeza de serpiente”, una entrada temida por generaciones y documentada por cronistas desde la época colonial.

Sacsayhuamán
Sacsayhuamán@AncientEpoch/X

Cusco, la antigua capital del Tahuantinsuyo, sigue siendo un enigma viviente. Conocida por los incas como el “ombligo del mundo”, es hoy un imán para viajeros, arqueólogos y curiosos. Sus calles, donde se cruzan los ecos del imperio y la huella colonial, reposan sobre cimientos megalíticos que desafían el tiempo: bloques de piedra ensamblados con tal precisión que parecen esculpidos por una inteligencia más allá de lo humano. Sin embargo, el verdadero secreto de Cusco podría no estar a la vista, sino oculto en las profundidades de la tierra.

Desde hace siglos, circulan historias sobre túneles subterráneos que recorren las entrañas de la ciudad sagrada. Las legendarias chinkanas —pasajes ocultos tallados en la roca viva— habrían conectado templos y fortalezas, desde el Coricancha hasta Sacsayhuamán, cruzando más de dos kilómetros de terreno. Ya en el siglo XVI, cronistas como Martín de Murúa hablaban de una entrada con forma de boca de serpiente, mientras que el padre Anello Oliva atribuía su construcción al inca Huayna Cápac. Desde entonces, las chinkanas han sido parte mito, parte obsesión.

En una reciente expedición a Cusco, tuve la oportunidad de entrevistar al arqueólogo Jorge Calero, quien encabeza una serie de excavaciones en Sacsayhuamán. Según él, la mítica entrada ha sido hallada: una estructura tallada en piedra, con formas zoomorfas que recuerdan a una serpiente. “Aquí está la cabeza”, afirma, mientras recorre con la mano las líneas que dibujan un ojo y una mandíbula. “Fue destruida, probablemente con dinamita durante la Colonia. Pero la boca sigue allí, oculta bajo las piedras”.

La tradición oral no habla de simples túneles, sino de corredores interminables, protegidos por trampas y maldiciones, donde muchos se adentraron y jamás regresaron. Se cuentan leyendas como la del joven que, tras meses desaparecido, emergió en ruinas bajo la iglesia de Santo Domingo, envejecido y aferrado a un choclo de oro. Relatos que alimentan la idea de un mundo subterráneo vivo, donde los descendientes del imperio siguen custodiando secretos ancestrales en comunión con la Pachamama.

La reciente identificación de la entrada por parte del equipo de Calero podría cambiar lo que se sabe —o se cree saber— sobre la arquitectura sagrada de los incas. “Lo que hay aquí no es un simple refugio”, advierte el arqueólogo. “Bajo estas piedras hay una cámara, y dentro de ella, otra aún más profunda. Como una matriz de roca”. No se trata solo de túneles; se trata de un espacio ceremonial, una geografía espiritual que sigue viva bajo el suelo cusqueño.

Pero ¿qué función cumplían realmente estas estructuras? ¿Eran rutas secretas, depósitos de tesoros o tal vez escenarios de iniciación? Calero sugiere otra posibilidad: que se trataba de un templo subterráneo, alineado con fenómenos celestes. Según su hipótesis, las chinkanas servían como observatorios internos donde, en determinadas fechas, se proyectaban las constelaciones sagradas de los incas: las Pléyades, la Lira, la Corona Boreal. Un “estelario”, como él lo llama, donde el cosmos fecundaba la oscuridad de la tierra.

Para los hijos del sol, la Vía Láctea no era solo un río estelar, sino el reflejo celestial del Vilcanota, su río sagrado. Allí veían no solo animales y dioses, sino también el origen del universo. Viracocha, el gran creador, era representado como un huevo cósmico, flanqueado por el sol, la luna, Venus y Marte. Un símbolo que resuena en toda América: el Quetzalcóatl de los aztecas, el Kukulkán de los mayas. Divinidades que dieron forma al hombre, que desaparecieron entre las aguas de un gran diluvio… y que un día, según la promesa, regresarán.