Retratos sin tiempo
Un año pareciera un tiempo extraordinariamente ínfimo cuando se han cumplido 92, pero los días adquieren relevancia conforme se acercan al hoy. El primer año de su vida, Magdalena Calvo vio caer la dictadura de Primo de Rivera y, en el segundo, renacer la democracia en España. Es un decir eso de que lo vio, porque tan pequeña solo alcanzaba a atender a lo básico (las caricias, los juegos, los sabores nuevos) en el trasiego de una casa con siete hermanos a donde llegó la última, acompañada de su mellizo.
Su primer recuerdo la sitúa en el estanque de la fábrica electro-harinera del abuelo, que dejaron atrás huyendo del cariz violento de la conflictividad laboral, en un tiempo en el que el penúltimo golpe de Estado contra un Gobierno español siquiera llegaba a rumor de fondo. Ella, cosas de la infancia, fue una niña divirtiéndose en medio de la guerra, ya en su nueva casa, en Huelva, mientras a los mayores la cabeza les retumbaba. «Lo pasábamos divino porque estábamos en la calle siempre», evoca con la sonrisa que destila la memoria, incluso la del hambre de posguerra, cuando a su yo infantil la bola de maíz que le daban por la mañana, y que debía durarle todo el día, le desaparecía en un segundo en la boca. El trabajo del padre en la compañía nacional del trigo les llevó a Jerez y definitivamente a Sevilla, donde conoció con 32 años al marino mercante con el que se casó. Capitaneó una familia con tres hijos mientras él navegaba diez meses al año, excepto aquellas veces en que podía acompañarlo. Ha vivido varias vidas dentro de una: pintora, viajera, conductora de sí misma cuando a la mujer solo le permitían ser apéndice del hombre. Enviudó hace 19 años y, desde entonces, se desenvuelve sola, con los suyos siempre cerca. Hoy, inmerso el mundo en una pandemia, la comida familiar de cumpleaños se pospone hasta que la vacuna contra la Covid-19 le devuelva los abrazos y los jueves de alboroto y nietos.