Turismo
El paraíso Mediterráneo: un pueblo desconocido con un pueblo de casas de pescadores y aguas transpartentes
Aunque en las décadas de los setenta y los ochenta Cala Figuera experimentó, igual que el resto del archipiélago, un fuerte boom turístico, es un pueblo de formación rocosa y que no cuenta con playa de arena
A 60 kilómetros de Palma, tras 45 minutos por la carretera Ma-19 en dirección a Santanyí, se esconde un rincón que parece detenido en el tiempo. Cala Figuera, en el extremo sureste de Mallorca, no es Magaluf, Cala Millor ni Palma. Aquí el turismo llegó… y se marchó. Hoy, este enclave marinero es un refugio de pescadores y de viajeros que buscan una Mallorca distinta, alejada del bullicio.
Con apenas 800 habitantes, el pueblo se despliega sobre un acantilado, entre casas blancas y bronce, contraventanas verdes y fachadas de piedra tostada. El mar turquesa del Mediterráneo refleja el colorido de las barcas de madera que llenan el puerto, cada una pintada en tonos diferentes, como un improvisado cuadro costumbrista. La tradición pesquera sigue tan viva que muchas viviendas cuentan con terrazas junto al agua y cobertizos para guardar sus botes.
Pasear por las calles de Cala Figuera es encontrarse con palmeras, higueras, hibiscos y almendros baleares. El núcleo de vida está en su puerto, donde barquitas de pescadores comparten espacio con yates y veleros de veraneantes. Allí, es habitual ver a marineros reparando redes o descansando al sol, cerveza en mano, como si el tiempo avanzara a un ritmo más lento que en el resto de la isla.
El 'fiordo' mallorquín
Su apodo lo debe a la orografía singular: la bahía forma una Y griega con dos brazos -Caló d’En Boira y Caló d’En Busques- protegidos por acantilados. Esta disposición natural ofrece un puerto abrigado y unas vistas espectaculares en cualquier época del año.
Más allá del casco urbano, Cala Figuera es también la puerta de entrada al Parque Natural de Mondragó, un espacio protegido de 765 acres donde habitan especies de flora y fauna únicas en Mallorca. Senderistas, ciclistas y amantes de la naturaleza encuentran aquí un entorno privilegiado, especialmente fuera de la temporada alta.
En los años 70 y 80, como el resto del archipiélago, Cala Figuera vivió un boom turístico. Sin embargo, la ausencia de playa de arena frenó la masificación. Ya en los 90, el turismo de masas desapareció y la localidad recuperó su tranquilidad.
Hoy, el turismo sigue siendo su principal fuente de ingresos, incluso por encima de la pesca, pero sin saturar sus calles ni su puerto. Los visitantes llegan en grupos reducidos, atraídos por su autenticidad y su paisaje.
Un tesoro rocoso, sin arena
Aunque Cala Figuera no cuenta con arenal, muy cerca se encuentran Cala Santanyí (70 metros de arena fina), Cala Llombards (55 metros y aguas cristalinas) y la espectacular Cala Mondragó, famosa por el contraste entre su arena blanca y el intenso turquesa del mar. Todas son accesibles en pocos minutos en coche y ofrecen servicios para quienes buscan pasar el día en la playa.
Quien llega hasta Cala Figuera descubre un lugar donde la vida se mide por el ritmo de la pesca, las puestas de sol tiñen de dorado las fachadas y la hospitalidad se mezcla con la calma. Un rincón que, por casualidad o por destino, esquivó la masificación y mantiene intacta su esencia marinera. Para muchos, una de las últimas joyas ocultas del Mediterráneo.