Salud
El primer hospital regido sólo por doctoras que ayudó a ganar una guerra
Dos sufragistas inauguraron en 1915 un centro sanitario en Endell Street que llegó a tratar a 24.000 soldados, pero que como ahora se vio sorprendido por los estragos de un nuevo virus, la gripe española
En 1912, una joven doctora, ELizabeth Garret Anderson, cogió un ladrillo y lo lanzó sobre una vitrina en la calle como protesta por la ausencia de derechos de las mujeres. Era una de las líderes sufragistas que estaban decididas a conseguir que la mujer pudiese votar y tuviese los mismos derechos y oportunidades que los hombres. Las autoridades la detuvieron y la condenaron a seis semanas de cárcel. Su determinación era absoluta y su encierro sólo reforzó sus ideas.
Ese mismo año, fundaba con su amiga y compañera, la también doctora Flora Murray, el Hospital de Mujeres para Niños, un centro que trataba a familias sin recursos y daba a las profesionales sanitarias la posibilidad de coger experiencia que otros centros médicos les negaban, sobre todo por el tabú que existía todavía de mujeres doctoras tratando a hombres.
Y entonces estalló la I Guerra Mundial y el mundo se estremeció. Anderson y Murray, decididas a demostrar que su trabajo era importante, organizaron en agosto de 1914 el llamado Cuerpo de Hospital de Mujeres y viajaron a París donde levantaron un centro de atención a heridos de guerra fuera de la observación del ejército, que les había denegado el permiso. No iban a esperar la validación de ningún hombre para hacer algo que ellas ya sabían que era vital. Su trabajo refrendó todo su esfuerzo.
La escasez de profesionales sanitarios cualificados y su gran labor hicieron que el ejército rectificase su precipitada decisión y les ofrecieran la posibilidad de abrir en Londres el Hospital Militar Endell Street, un centro sanitario habilitado en un antiguo asilo que se convirtió en el primer hospital donde todos sus miembros eran mujeres, de doctoras a enfermeras a auxiliares.
Bajo la dirección de estas dos doctoras, cuya experiencia en primera línea de batalla había curtido su capacidad organizadora, lograron convertir aquel destartalado centro en un hospital profesional de 573 camas, revolucionario en muchos de sus tratamientos, bajo la idea que la mayoría de aquellos soldados tenían tan afectado el cuerpo como la moral.
Recibían una media de 400 a 800 casos al mes y llegaron a tratar a más de 24.000 pacientes, la mayoría, por supuesto, soldados heridos en el frente. La ironía era que ahora todas esas mujeres podían salvar la vida de aquellos hombres, pero todavía no podían votar.
En París, ya habían operado bajo grandes dosis de angustia y estrés bajo la única luz de unas velas. Aún así, pudieron usar una forma primitiva de rayos X para localizar balas y tratar con éxito la gangrena ocasionada por los gases y los llamados pies de trinchera. Aquí la situación les permitió descubrir nuevos tratamientos como nuevos ungüetos antisépticos para curar heridas infectadas. Así evitaron muchas amputaciones que se realizaban precipitadamente. Sus avances eran de tal calibre que la revista médica “Lancet” publicó siete diferentes artículos llegados del centro, los primeros que aceptaban de mujeres. Y
Además, dotaron al centro de una nueva forma de organización basada en su mantra: “hechos, no palabras”. Las salas estaban bautizadas con nombres de santas, lejos del frío ordenamiento militar. Incluso bautizaron “Sala Johnnie Walker” al sótano donde dejaban a los borrachos descansar y recuperar su sobriedad. Los pasillos estaban decorados con colores alegres y había flores repartidas por los pasillos bajo las nuevas técnicas psicológicas que implementó Anderson para intentar reducir el trauma al que estaban expuestos aquellos hombres.
Para Anderson, “aquellos soldados estaban más heridos en sus mentes que en sus cuerpos”. Así, el hospital también contaba con una biblioteca de más de 5.000 libros y se realizaba un amplio programa de actividades para el entretenimiento y la salud mental de aquellos soldados. EL recuento de los medios de la época de aquel nuevo hospital hablaba de “carniceros, mineros y soldados heridos mezclados con la destreza y sensibilidad de personajes de Jane Austen”.
Cerca de acabar la guerra, en junio de 1918, una de sus doctoras notificó a sus directoras la aparición de “una peculiar nueva enfermedad”. Como ha ocurrido ahora, el hospital no estaba preparado para aquella última amenaza. No tenía material para proteger a sus profesionales sanitarios de aquel nuevo virus que se estaba expandiendo como la pólvora. Eran los primeros casos confirmados en Londres de la gripe española. Y no sólo los pacientes murieron, sino que el equipo médico quedó diezmado hasta dejarlo bajo mínimos, infectados por la terrible enfermedad.
Menos de un años después, el hospital cerraba, y el increíble trabajo de aquellas doctoras quedaba sin premio ni reconocimiento. El propio Winston Churchill, que acababa de ser nombrado secretario de estado de temas de guerra se negó a otorgar el mismo rango a las doctoras militares y aseguró que ya no necesitaba de sus servicios.
Anderson y Murray estaban furiosas. En 1920, el Imperial War Museum intentó abrir una exposición hablando del trabajo de las mujeres en la guerra, pero su aproximación anecdótica, como si sólo hubiese sido una nota de color en la oscuridad del horror, las acabó de sulfurar. “Preferiríamos que no nos recordasen en absoluto que nos recordasen falsamente”, dijeron y se negaron a participar. Ellas eran doctoras, no mujeres que habían tenido que ejercer la medicina por las circunstancias. En 1928 todas las mujeres mayores de 21 años pudieron votar por primera vez en la historia, un triunfo que Anderson y Murray también fueron responsables.
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