Opinión

Cuento de Navidad

Adoración de los pastores de Giorgione
Adoración de los pastores de GiorgioneLa Razón

Hace muchos años, más de dos mil, vivían en Palestina un hombre llamado José y una mujer de nombre María. José era carpintero y María, con la que se había desposado hacía algún tiempo, llevaba la casa, una casa humilde de madera y barro en una calle poco transitada del pueblo de Nazaret.

José, de natural callado y tranquilo, cumplía con puntualidad los encargos que le hacían sus vecinos, pastores y labradores la mayor parte, y María, salvo las visitas al templo y a su prima Isabel, pasaba en silencio las horas esperando la llegada del hijo que llevaba en su vientre.

–Dicen que tenemos que empadronarnos, lo mandan los romanos –le advirtieron los pastores de los rebaños de cabras y ovejas que cada mañana pasaban por delante de la casa.

José, que estaba barriendo la puerta, les dio los buenos días y se metió para dentro.

–¿Has oído lo que dicen los pastores? –le dijo a María en cuanto la vio entrar.

María, que había ido a por agua a la fuente, posó el cántaro en el suelo y le miró en silencio.

Esa misma tarde aparejaron el burro y emprendieron el camino hacia Belén, de donde era originaria la familia de José, para cumplir con la orden del gobernador romano.

Siete jornadas enteras tardaron en avistar Belén. Era ya de noche, y se dirigieron de inmediato al mesón, la única posada en toda la ciudad.

–No hay sitio –le dijo el mesonero a José, sin apenas mirarle.

A María se le había hecho muy largo el viaje y le apremió para descansar.

–José, que ya no puedo más. Mira, allá lejos se ve una lumbre.

Era una lumbre ya muy pobre, a punto de apagarse, que ardía a la puerta de un establo. María se apresuró a entrar en él y enseguida buscó acomodo en un rincón, no lejos de una mula y un buey, los únicos moradores del establo, que se limitaron a removerse y levantar la cabeza.

José quiso hacerle un poco de cama extendiendo unas pajas en el suelo y fue luego a buscar leña para avivar la lumbre y preparar algo de cenar.

Cuando volvió, le pareció oír algún lloro allá dentro.

María le tendió entre lágrimas el niño y él le envolvió como pudo con su propia túnica y le depositó entre las pajas de un pesebre.

Hacia la medianoche llegaron unos pastores que dormían al raso con sus rebaños en las laderas de un montículo cercano.

–Nos extrañó ver el resplandor de la lumbre, porque el establo está abandonado.

Ayudaron a José a adecentarlo un poco y les dejaron un candil de aceite, una manta, un cuenco de leche y un pellico de lana de oveja para tapar al niño.

–Hay una estrella nueva en el cielo –se dijeron unos a otros al salir, y durante un buen rato la contemplaron maravillados, pues nunca habían visto ninguna que brillara tanto.

De mañana temprano José fue a Belén a empadronarse, y allí oyó hablar de unos magos de oriente que decían haber llegado a la ciudad guiados por una estrella.

Esa noche, José creyó oír en sueños unas pisadas junto al pesebre donde dormía el niño y, al despertarse sobresaltado, un resplandor momentáneo le cegó los ojos entreabiertos. Desvelado, aguardó en el suelo sin rebullir a que fuera de día y, cuando se levantó, descubrió a los pies del niño un cofre repujado del que se desprendía un agradable aroma. Pero ni rastro de las pisadas.

Pasaron el día en el establo y, poco antes del oscurecer, cuando José se disponía a encender la lumbre, bajó uno de los pastores a avisarles:

–Herodes se ha vuelto loco y anda buscando a un recién nacido que, según le han dicho unos magos de oriente, será rey de Israel. Huid cuanto antes.

Recogieron las cosas, que cabían todas en un hatillo, y se pusieron en camino. María iba encima del burro, con el niño en brazos bien envuelto en la manta de los pastores, y José, a pie, tiraba del ronzal.

–¿Adónde vamos a ir? –preguntó María.

José señaló al cielo:

–Seguiremos esa estrella.