Opinión
Un viaje en tren
Estación de Sahagún, en la provincia de León. Una estación dejada de la mano de Dios y de la Renfe. No hay lavabo, la ventanilla está cerrada, los billetes los despacha una máquina apostada en una esquina de la sala de espera y las entradas y salidas de los trenes las proclama por el aire una voz ausente y enlatada, ajena a cualquier vicisitud y circunstancia.
Una estación que, lo mismo que la comarca a la que pertenece, la Tierra de Campos, en las provincias de Palencia, León, Valladolid y Zamora, es emblema y paradigma de la España vaciada. Vaciada no a la fuerza, pero sí de forma solapada, con astucia y cautela, las artimañas del tahúr. A los pueblos, ya de por sí dolorosamente despoblados, se les priva de los servicios básicos porque, dicen los que mandan, no resulta rentable mantenerlos para tan escasa población. Les quitan los médicos porque hay pocos enfermos, les cierran las escuelas porque hay pocos niños, les clausuran las sucursales bancarias porque hay pocos clientes, les abandonan las estaciones y las carreteras porque hay pocos viajeros. ¡Los señores Cayo de estos pueblos deberían callarles la boca, a los políticos y mandamases, cuando en las campañas electorales vienen por aquí a disputar su voto!
El tren Alvia que enlaza diariamente Galicia y León con Barcelona llega a la estación de Sahagún con cincuenta minutos de retraso. Luego, como aviso, antes de Zaragoza, y en medio de la nada, el convoy se detiene sin motivo aparente. Más tarde, ya en la estación de Lérida, vuelve a hacer lo mismo, y los viajeros permanecen en sus asientos durante más de media hora sin que nadie les informe de ningún percance. Por la megafonía se les autoriza al fin a bajar de los vagones, y al cabo de un rato corre la voz de que deben embarcar en un tren que se halla parado en otra vía. La hora de llegada a Barcelona que consta en los billetes es las 9,35 de la noche y los relojes marcan ya más de las once.
Se las prometen muy felices tras subirse en tromba al tren señalado, pero dura muy poco la alegría, pues han de desalojarle sin tardanza y volver al andén, saltando cada cual como puede las vías. Renace allí entonces la angustia ansiosa de la espera, que va en aumento hasta que se les comunica la buena nueva de que serán recolocados en el Ave procedente de Madrid. También este trae un retraso de 45 minutos, un dato insignificante para los momentáneamente esperanzados viajeros del Alvia. Si es lo normal, pasa cada día, aseguran los más resignados que tratan de consolar a los afligidos.
En la estación de Sants, a la que llegan a las 0,35 de la madrugada, les aguarda otro sobresalto: el barrio está en fiestas, las calles adyacentes bullen de gentío y alboroto, el metro y los autobuses ya no funcionan, en el Camp Nou ha habido un partido de fútbol al que han acudido más de noventa mil espectadores y los taxis se han ido todos para allá. Así va todo, de mal en peor, corroboran los que se las dan de más experimentados.
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