
Opinión
Señora tan blanca
“Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar…”

La dama de blanco, que es una de las muchas personificaciones literarias de la muerte, preside las celebraciones, religiosas o paganas, de este sábado y domingo. Y es también ella la que explica el hecho de que se representara en numerosos lugares de España por estas fechas (y en algunos aún se mantiene la costumbre) el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, pues su protagonista, un seductor libertino y pendenciero, muere arrepentido y se salva del infierno gracias al amor de doña Inés, que había muerto recluida en un convento tras ser seducida y raptada por él.
“Vi entrar señora tan blanca, /muy más que la nieve fría…”, dicen los versos de un famoso romance tradicional del siglo XV, en el que la muerte se le aparece a un joven enamorado, y este, sorprendido, le suplica que le conceda un día más de vida. La muerte le otorga solo una hora, y él corre entonces presuroso a casa de la amada, donde cree estar a salvo. La amada no puede abrirle la puerta, por miedo a despertar a sus padres, y le echa desde su ventana un cordón de seda para que suba por él. Pero el cordón se rompe y la muerte, que había seguido al enamorado, le dice que “la hora ya está cumplida”.
La muerte es sin duda uno de los grandes temas de la poesía de todos los tiempos, y de todas las culturas, junto con el paso del tiempo, el amor (o, mejor dicho, el desamor, o su pérdida: se canta lo que se pierde) y la naturaleza. Los dos primeros, la muerte y el paso del tiempo, se entrelazan muy a menudo, como se observa en dos de los tópicos o lugares comunes que la tradición poética ha heredado de la literatura clásica grecolatina: el Ubi sunt? (“¿Dónde están?”, “¿Qué ha sido de ellos?”) y el Tempus fugit (“El tiempo huye”), que expresan la preocupación por la fugacidad y la vanidad de las cosas y de la vida humana. Asociados a ellos, se han utilizado también con frecuencia determinados elementos simbólicos, como la rosa, que se marchita el mismo día que florece, y es por eso la imagen más recurrente de lo efímero y perecedero.
Los primeros versos que vienen a la memoria cuando se habla de la muerte son estos de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir”. Pero son muchos, y merecidamente recordados también, los que la expresan sin nombrarla: “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra…” (Francisco de Quevedo); “Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar…” (Antonio Machado); “… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando; / y se quedará mi huerto, con su verde árbol, / y con su pozo blanco.” (Juan Ramón Jiménez).
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