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Kirk Douglas, el hombre que noqueó a Hollywood

Kirk Douglas interpretó al boxeador Midge Kelly en «El ídolo de barro» (1949), de Mark Robson. Los dos compartían una cosa: ambos querían ganar
Kirk Douglas interpretó al boxeador Midge Kelly en «El ídolo de barro» (1949), de Mark Robson. Los dos compartían una cosa: ambos querían ganarlarazon

Kirk Douglas no era un rostro guapo. Un talento que cualquier cazatalentos recogiera de la calle. Era un hijo de la miseria. Alguien que había crecido en la necesidad. Trabajó como repartidor de diarios, vendió madera, se costeó la universidad currando como jardinero. En los alegres años 20 lo que estaba de moda era el swing, no la voluntad. Lo que se estilaba eran las fiestas, gastar el tiempo con muchachas con pelo a lo garçon y reventarse el hígado a lo Scott Fitzgerald: con una miserable dedicación. Pero aquí había un tipo duro. Un campeón de la lucha libre. Un fulano tallado a acontracorriente. Tenía don, tenía estilo y tenía gancho con las mujeres. Cuánta envidia. Y eso no resultaba suficiente, tiraba de tenacidad, la testosterona del alma. Kirk Douglas. Un Sísifo del día a día. Un rebelde. Un líder de sí mismo que jamás se plegó al qué dirán, los cantos de sirena de las opiniones imperantes o lo políticamente correcto. Nadie era así en aquel Hollywood de antes, hecho de galanes finos y hombres preocupados por la confección del traje. Aquellos actores solo querían interpretar héroes: Gary Cooper, Cary Grant, esa gente... Él decidió dar voz a los que nadie quería encarnar:los malvados, los villanos, los destestados. Fue el primero de todos. Después de él, vino el resto. Pero antes estaba Kirk, marcando la diferencia con esos pijazos de pelo repeinado hacia atrás. No dudó en prestar su paralepípeda jeta a deleznables de altura, como el periodista de «El gran carnaval» (1951), de Billy Wilder; el productor de «Cautivos del mal» (1952), de Vincente Minnelli, esa gran joya, o «Los vikingos» (1958), de Richard Fleischer. No le dieron ni un Oscar. Solo el honorífico. Los grandes siempre sufren miserias. Kirk Douglas no son únicamente 103 años de historia del cine. Con mayúsculas. Era un torrente de personalidad. Desafió a Hedda Hopper, esa bruja ideologizada (que perdió ante él), al macartismo, que más que una política era una obsesión (y que tampoco pudo con Kirk), y a los estudios, ese atajo de nenazas más pendientes de la taquilla que de hacer grandes pelis (que tampoco salieron airosos de su presencia). Kirk Douglas. El celuloide no es solo una cuestión de dinero. Lo sabía. También que, a veces, es un asunto de agallas. Cuando nadie conocía a Stanley Kubrick, se la jugó por él. Apreciar el talento es una capacidad solo al alcance de los más grandes, de los visionarios, de los que están dispuestos a dejar huella en su siglo, aunque sea a través de otros. Primero, «Senderos de gloria» (1957), para enmarcar –su influencia aún se rastrea en filmes disponibles en nuestra cartelera: «1917», de Sam Mendes, y «El oficial y el espía», de Polanski–. Luego, «Espartaco». Genialoide. Pura historia. En todos sus sentidos. Cuando nadie quería hablar con Dalton Trumbo, un apestado, un comunista, él lo contrató. Con un par. Y puso su nombre en grandes letras. Con otro par. Pasó de las amenazas, de las presiones. Que los den. Nadie podía con Kirk, el hombre del hoyuelo. El tipo que traía de cabeza a sus compañeras de reparto. Con gente como él, los tipos guapos jamás estarían de moda. Pero el otro día dijeron que Kirk había muerto. Aunue es mentira. No lo crean.Porque yo sé, y usted también, que las estrellas, como los viejos dioses, nunca se van.