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Michel Piccoli, piel de camaleón

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La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Como todos los grandes actores, Michel Piccoli era sólido y ligero, ambas cosas a la vez. No hay muchos de su estirpe que pudieran atreverse, por poner un ejemplo aleatorio en su prolífica filmografía, a establecer un diálogo en verdad romántico con una muñeca hinchable («Tamaño natural») e interpretar a un Papa cansado, que abandona su misión divina con los hombres hundidos para luego jugar al voleibol («Habemus papam»). Era un actor de gesto elocuente, que trabajaba con el cuerpo entero, de una fisicidad insólita en el cine francés, proclive al verbo fácil.
En dos de sus películas más memorables («Dillinger ha muerto», y «Themroc») supo encarnar la alienación del hombre moderno como si la vida le fuera en ello. Sin palabras, como una Jeanne Dielman cualquiera para Ferreri; con gruñidos, convirtiéndose en un cavernícola para Faraldo. Había algo muy solitario en él, aunque los que le conocían lo califican como un hombre afable y risueño: este crítico no puede dejar de pensar en el pintor de «La bella mentirosa», en la que el trabajo ingente de captar la esencia de su modelo le transformaba, en sí mismo, en un trazo efímero, nervioso, brusco e inefable.
Difícil elegir entre tantos títulos irreprochables, en la trayectoria de un actor que repitió con varios de los grandes nombres del cine de autor de los últimos sesenta años (a saber: Godard, Buñuel, Ferreri, Berlanga, Oliveira, Sautet, Chabrol, Malle, Demy, Carax, incluso Hitchcock, en «Topaz»). Para este crítico, hay momentos de su talento que perduran en la memoria: lo bien que le quedaba el sombrero a los 38 años en «El desprecio»; el dueto con Catherine Deneuve en «Las señoritas de Rochefort», en una galería de arte, un canto de seducción saturado de color; su suicidio cantado en «Una habitación en la ciudad», junto a Dominique Sanda; la mirada cansada del gángster que sabe que ha perdido la partida en «Mala sangre», de Leos Carax, peleándose con Denis Lavant atrofiando su rostro en el cristal de un escaparate; esa «joie de vivre» que podía ser primaveral y campestre («Milou en mayo») o significar el camino directo a la muerte («La gran comilona», «París, Tombuctú»); el aliento sensual y crepuscular de su personaje en «Atlantic City», observando cómo Susan Sarandon se lavaba los pechos con zumo de limón; la complicidad en la mirada hacia Romy Schneider en películas como «Max y los chatarreros» y «Las cosas de la vida», ambas de Claude Sautet; la cena de revival buñueliano de «Belle Toujours», de Oliveira; el diálogo sobre la belleza del gesto que mantiene con, otra vez, Denis Lavant en «Holy Motors», la obra maestra de Carax; el juez celoso de su hermana en «Salto al vacío», de Marco Bellocchio, con el que ganó el premio al mejor actor en Cannes (¡cuatro nominaciones a los Cesar y siempre se fue de vacío); el noble enamorado de su mujer vampira (¡Liv Ullmann!) en el Medioevo infestado por la peste negra de «Leonor»… Uno tiene la impresión de que Piccoli, que nunca se dejó seducir por el cine americano, tenía la piel de camaleón.

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