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Orient-Express, el tren que simbolizó la antítesis del nacionalismo

Mauricio Wiesenthal escribe la biografía de este ferrocarril, símbolo de una civilización, que se convierte en un canto a la cultura y a Europa en un momento en que resurge la autodeterminación política. Un relato repleto de historias de artistas, espías, músicos y escritores que va desde Londres a Estambul.
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Mauricio Wiesenthal nos trae en su nuevo libro uno de los mundos de ayer, la biografía humana y material del Orient-Express, que no es la historia de un ferrocarril, sino la crónica de una toda una civilización. Su esplendor ha quedado reflejada en nuestra memoria como un esplendor de elegancia y delicados ornamentos artísticos que aún resuenan como un eco lejano de lo que fuimos.
Sus vías eran las calzadas de una ensoñación llamada Europa, que disfrutaba de los cafés, comenzaba a leer los periódicos por las páginas dedicadas a la cultura y se aventuraba hacia las puertas de Oriente, ese Estambul mágico, rico en leyendas, en busca de arqueologías perdidas y desiertos abundantes en horizontes. Comenzaba en Londres y terminaba en Turquía, y Mauricio Wiesenthal, en su libro «Orient-Express» (Acantilado), evoca de nuevo esas estaciones en las que resultaba sencillo imaginar «diálogos de Pasternak», conjuras de espías o despedidas de amantes. Sus páginas nos devuelven ese recuerdo olvidado de locomotoras y vagones de valiosas marqueterías «art déco» firmadas por Maple, René Prou, Morrison y Nelson; compartimentos diseñados con teca y caoba, cortinajes de damasco en las ventanas y paneles florales en las paredes; y, sobre todo, esos salones rematados con vidrios y cristales de Lalique.
Y todo remarcado por frases redondas, acuñadas para la reflexión y que son como el DNI involuntario de su pensamiento: «Para ser un buen viajero hay que sentirse atraído por el más allá», «ser europeo es sentirse hijo de la civilización, del trabajo y del espíritu», «el símbolo de un tiempo que soñaba con vencer las barreras de las nacionalidades», «las doctrinas políticas no deberían ser absueltas».
El escritor, crisol de lenguas y de una vida afilada en experiencias, no deja de lado el mapamundi de personalidades que conoció en sus traslados, Maria Callas, Rubinstein, Marlene Dietrich o Laurence Olivier; recupera el anecdotario de esas viajeras habituales, como Coco Chanel o Mata Hari, y salpica sus páginas con los nombres de Picasso, Dalí, Freud, Zweig, Joséphine Baker, Paul Morand, Colette, Nabokov o la desgraciada y rota Constance Lloyd, mujer de Oscar Wilde, de infortunado devenir. «Ha sido el tren de Europa, de la historia moderna hasta la Guerra Fría y el Telón de Acero, cuando se rompe Europa, esa culminación de ideales que era y que aspiraba a conquistar mercados y atravesaba territorios desde Inglaterra y Francia hasta centroeuropa, el viejo imperio austrohúngaro, símbolo de lo que conseguimos, de la Europa de la cultura moderna.
–¿Qué representaba el Orient- Express?
–El hombre, la cultura, la civilización, el mundo de exploraciones geográficas, el progreso, que hoy se usa con tanta tendencia tan política, porque el único el progreso real es el moral. Todo es lo que representaba este tren, no porque era tren, sino porque nos abría el mundo. Muchas veces los Estados nos confinan, nos quieren encerrar, no para superar pandemias, sino para convertirnos en rebaños y luego acabar con nosotros. Los trenes rompen los límites, abren la mente, se interactúa con diferentes idiomas, avanza el comercio...
–Pues hoy resurgen los nacionalismos.
–Me da terror. Incluso hay todavía quienes quieren justificar esto: que existe un nacionalismo bueno y otro malo. Me parece espantoso. El nacionalismo hace énfasis sobre palabra nacer; pero el lugar en que uno nace es un albur en la vida. La palabra «nación» no significa nada, como la palabra «ratonera». Me llama la atención que se sitúe a uno solo por donde nació. No tiene nada moral donde se nació. Ahora hasta la palabra «deporte» se ve afectada y se pretende hacer un «deporte nacionalista», que todo sea de la cantera, como un corralito. Pero lo bueno del mundo es que es muy grande y en cualquier lado puede surgir el mejor tenista, futbolista o alguien que suponga una esperanza de la humanidad. Esta idea terrorífica de que todo tiene que haber nacido en tu tierra no la comparto. Tus tomates serán buenos, pero eso te parece porque son los únicos que pruebas, pero hay muchos más tomates. Estas fronteras son alambradas, donde unos detestan a otros por hablar otro idioma o porque comen otras comidas. Me parece un horror.
Puzle de idiomas
Wiesenthal habla de los inicios del Orient-Express, cuando Europa era un puzle de idiomas, gastronomías, culturas y sensibilidades. Un mosaico variopinto que enriquecía a los hombres y mujeres que se aventuraban a recorrerlo y a mezclarse con otros pueblos. Eso fue antes de que la política se contaminara con las ideas del nacionalismo y se mirara con reticencia lo que era distinto solo por no ser lo de uno. El Orient-Express suponía lo contrario, llevaba a turcos con sus alfombrillas y bazares hasta París y Londres, y a escritores, como Agatha Christie, y viajeros seducidos por la curiosidad a Oriente para adentrarse en nuevas culturas.
Y en ese viaje se cambiaba de lengua como se cambiaba de religión, paisaje y tipos de restauración. Hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial y el Telón de Acero, como una guillotina abstracta, partió Europa. «Hasta Italia, todo funcionaba, pero en la vieja Yugoslavia, eso ya era otro mundo diferente. En el Telón de Acero no se respetaba privacidad, se registraba a las mujeres de una forma violenta, se entraba en un mundo sin ley que no tenía nada en común con la anterior Europa. Estos países se convirtieron en campos de concentración. Todavía viven personas que dan desasosegantes testimonios de qué supuso vivir entonces, pero no se les quiere escuchar ahora».
Mauricio Wiesenthal narra cómo aquel sueño que fue el Orient-Express se rompió más adelante en los setenta y sus vagones, lujosos, llenos de historias, fueron vendidos, se dispersaron y acabaron en lugares insólitos. «Sus furgones se rompieron, se les quitaron los escudos con los leones, algunos se convirtieron en prostíbulos en pueblos y otros acabaron en jardines de millonarios. En la España pobre de la dictadura se guardaron algunos. Estaban en los trayectos de Irún-Madrid-Lisboa o en el de Madrid-Cádiz. Se les habían puesto paneles. Debajo asomaban las viejas marqueterías y barnices. Se habían convertido en vagones de tercera los mismos carruajes donde antes habían viajado Picasso, Sert y Coco Chanel. Pero la gente del tren afortunadamente los cuidaron, con lo difícil que es hacerlo, y cuando se hizo la reconstrucción, ahí estaban».
–Afirma que el tren no solo era una cultura, también una manera distinta de medir el tiempo.
–Era un tempo diferente de la vida. La literatura también es tiempo. Y esto también es lo que simbolizaba el Orient-Express, el tempo de Europa. Somos un continente de pequeñas distancias. Con días suficientes, todos podemos ir andando desde un extremo a otro de Europa. Por eso los peregrinos de Londres o París venían a Santiago de Compostela o iban a Roma o Jerusalén. Se puede andar en pequeñas distancias y etapas. No tiene la enormidad de Oriente o el imperio soviético ni el mundo de América. Pero, en cambio, de Londres a Estambul se hablaban dieciséis idiomas. Y todos eran nuestros. En ellos reconocíamos el latín. Estábamos acostumbrados a respetar la identidad, la igualdad, las religiones. Existían distinciones, pero también respeto. En la Guerra Fría, cuando entrabas en esos países del Este, se desenrollaban las bombillas y se miraba si había gente oculta en los techos. Se sellaban los vagones con plomo. Existía la sospecha.
–Tampoco le gusta el nuevo valor que se le ha concedido al dinero.
–El consumo es el principio del comercio, del intercambio, pero hoy existe un consumo absurdo, de nuevos ricos, que no busca algo que adora y que tiene un valor, algo que acariciar. Cuando era pequeño heredábamos los muebles de nuestros padres y todos conservamos objetos de nuestros bisabuelos, porque este era nuestro pedigrí. Pero hoy se compran cosas para tirar y se va llenando el mundo de basura. Es deleznable.
–¿Han decaído los ideales de Europa?
–Fuimos colonizados. La fecha fue el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Viejo Continente acaba dividido en el Este, con el mundo soviético, porque Rumanía, Bulgaria son países europeos. Europa llega a Estambul, aunque algunos europeos no lo quieran ver. Igual que España es una pieza fundamental del orden de Europa con el sur. Los países del Este entraron en el imperio colectivista de la URSS y la Europa basada en la educación, la memoria, la biblioteca y el gusto por lo antiguo quedó rota. Los griegos ya tenían ese miedo hacia Oriente. Se ve en su enfrentamiento con los persas. No soportaban los despotismos, la tiranía; ellos eran la polis, civilización, pero eso lo perdimos con esa contienda, cuando se nos fueron Rumanía, Hungría y Alemania quedó rota. Fue una tragedia para el alma de Europa.
–Y está Estados Unidos.
–Entonces ellos nos colonizaron. Y seguimos siendo colonia. No es nuestra vieja cultura arraigada en Grecia. Ahora estamos entre el mundo ruso-chino, por un lado, y el norteamericano, que nos colonizó. Hubo cosas buenas, como el cine, y otras malas: los bares americanos sustituyeron a nuestros cafés, que es donde se leía el periódico y se fraguaban estas ideas de la civilización europea basaba en la conversación, en el tiempo, no en la prisa, que era un mundo pleno, lleno de valores. Hoy nuestra cultura europea está rota por los imperios de Oriente y los grandes imperios de Occidente. Y nosotros, dispersos, nos convertimos en una Europa nueva. Y uno tiene miedo.
Elogio de la vida
Mauricio Wiesenthal comenta resignado cómo los jóvenes crecen delante de las pantallas. Él defiende que la vida es la experiencia, salir, conocer, disfrutar, recorrer mundo, hablar con las gentes. «Lo que vale es lo que se vive. La vida es corta y la vida es mojarse en ella, cuando hay una epidemia y ruina, y cuando hay fiesta. Esto era la lección del Orient-Express. Se está creando un mundo que es como si se quisiera vivir sin corazón. La vida son las aventuras del corazón, no las del cerebro. Eso es el infierno». Asegura que le gustaría enseñar esa filosofía de existir a muchos muchachos encerrados en la dimensión de su pantalla, y, de paso advertirles contra ese espejismo que es «el dinero mal acumulado, porque cuando se convierte en acumulación, muchos dejan de aprender por mera suficiencia. Hemos perdido una forma de vida igualitaria, en la que ya no vemos al que sufre ni lo atendemos ni valoramos lo que significa trabajar. Lo que se hace es hablar de las personas, esa infamia que es mal hablar. El verdadero estado de alarma se debería aplicar a los chismosos. Medio país se dedica a los chismes».