Y el dios de la guerra se fue a los carnavales con Valle-Inclán
«Martes de Carnaval» es una de las obras más importantes del esperpento. Un tríptico que en la época levantó más de una controversia
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El coloquialismo ha reducido a Valle-Inclán a sus apellidos, lo que le convierte en un escritor con letras mayúsculas, pero al que se menciona sin pronunciar jamás su nombre, como si resultara un adorno superfluo o una reiteración molesta. Valle-Inclán descubrió pronto que un hombre, además de su ética, es su estética, y se abotonó alrededor de su figura un personajón de cabellera desordenada y barbas luengas (no largas) y un ropaje a la moda de su pensamiento hecha para epatar al paisanaje literario de su época. Vino de México revuelto de palabras, eufórico de idealismos y la cabeza perlada de literatura que fue desgranando en esas filigranas transgresoras y exultantes en decadencias que resultaron ser las «Sonatas».
Ortega y Gasset, tan agudo para los republicanismos y la cultura de masas, no estuvo fino al juzgarle y no identificó allí más que «bernardinas», con esa cosa despectiva que le salía a veces, perdiéndose así el valor de todo ese Pentecostés literario que traía el ilustre manco, otro manco más, sí, porque en España tenemos mucho de esto, de escritores encarcelados y de escritores guillotinados de manos.
Valle-Inclán, dandi antes del dandismo, heredero de todo el oropel quevedista, asombrado de Rubén Darío, padre del modernismo y «príncipe de las letras castellanas», enfocó la obra escrita desde las gradas de la indocilidad, la rebeldía y la sublimación del yo, metiendo en el teatro una crítica oportuna y dialogada del catálogo de defectos que nos arrimaba más al siglo XIX que al XX. Sacó así una dramaturgia aún vigente en bravura, originalidad y crítica que, aunque deformante, como esos espejos del callejón del gato, nos mostraba la monstruosa realidad en sus justos márgenes.
A esto se le llamó enseguida «esperpento» como a la literatura del primer Cela se tildó sin más de «tremendista». Valle-Inclán, notable en escándalos y bastonazos famosos, quiso adornar la pechera de los militares con tres piezas para la escena que sonrojaron a los puristas y escandalizaron a tradicionalistas y no tradicionalistas. Un tríptico que levantó escalofríos en los albores de los años 30, esa década que tan mal se nos daría a los españoles y que, para no saltarnos costumbres ancestrales, redondeamos con otro militarismo. A esta conjunción de obras las tituló «Las galas del difunto», «La hija del Capitán» y «Los cuernos de Don Friolera». Y, de antemano, no había que esperar nada halagüeño o afable de ellas. Al generalato y la oficialía de entonces la puso a la altura de las fregonas y, por eso, más de uno parece que se enfadó.
Valle-Inclán, que aparte de latines y escritura tenía retranca para llenar dos centurias, llamó a su trilogía «Martes de Carnaval» en lugar de «Marte de Carnaval» en alusión al temido dios de la guerra. Un disimulo o sutileza que le sirvió para saltar por encima de posibles censuras y censores, porque Valle, aquí sin el Inclán, sabía que el orgullo no sirve de nada si no te ven o te leen.