¡Qué bonita es la nieve... un rato!
Las nevadas sirven para sonreír unos minutos y maldecir cuando el hipnotizante blanco se convierte en «barrujo»
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Pero qué bonita es la nieve... cuando está virgen, recién caída. Cuando no te toca pasar la noche en un coche, sin agua ni pan, en medio de la nada y esperando al primero que quiera ayudar. Ni cuando no tienes casa y apenas te llega con un soportal para esconder lo poco que te queda. Qué bonita es cuando la vemos por la tele o en una foto de un precioso paraje finés. En Rovaniemi, Laponia, por ejemplo, desde donde el bueno de Santa nos manda regalos. Esa ni moja ni enfría. O también cuando la vemos desde la ventana y el bolazo oportuno se lo lleva otro. Ahí también nos gusta.
Y es que, ¡qué bonita es la nieve... un rato! Con lo que hemos explotado el carácter latino, en las buenas y en las malas, no vamos ahora a renegar de él: somos más de sol y calorcito que de cualquier otro fenómeno meteorológico porque lo nuestro es la calle. Es imposible contener a las masas, madrileñas en este caso, cuando lo que tenemos delante es algo único, así que montamos una «rave» en Sol y tan pichis.
Ni con una pandemia y con las autoridades diciendo por tierra, mar y aire que nos confinemos en casa nos vale. «Cómo me voy a quedar yo tirado. Esto es Madrid. Ya será para menos», fanfarronearon uno, dos y tres ante Filomena y luego «pringaron» bien. Confiados o ignorantes ellos, pues la historia muestra que esto de los colapsos, sin ser un habitual, no es algo tan loco dentro de nuestro cálido ecosistema.
Por proximidad, todos tenemos en mente aquella nevada de ya hace más de una década, de principios de 2009. Cayó lo suficiente como para que el caos de Barajas se extendiera por toda la capital. Cuando los aviones no salen, malo. En esto tenemos una norma: acumular más de una «capita» de 5 centímetros es sinónimo de lío. Si con cuatro gotas lo del tráfico es para quemar el coche y olvidarte de él, con cuatro copos la cosa se pone más fea. Pero no fueron cuatro copos los que cayeron allá por 1904. «Hasta un metro y medio de alto», firmaron las crónicas.
Un temporal que se ganó la coletilla de «la nevada más intensa desde que se tienen registros». Las lluvias del principio terminaron convertidas en una manta blanca de aúpa. Cuatro días de nieve continua (del 27 al 30 de noviembre) que «El Gráfico» recogía así: «Destrozos en las líneas telegráficas y en los cables de los tranvías. Han venido a tierra todos los postes del teléfono desde la Puerta de Toledo hasta Carabanchel Alto (...) La circulación continúa interrumpida en muchos sitios».
«No se recuerda en Madrid nevada tan abundante ni tan larga como esta que ahora sufrimos –apostillaba días después “El Imparcial”–. Por efecto de ella se ha interrumpido la vida (...) El aspecto de la población es triste y desolado. Casi solitarias las vías, cerradas muchas tiendas, poco concurridos los cafés, interrumpida la comunicación telefónica, encerrados en sus casas la mayor parte de los vecinos... Madrid comienza el último mes del año como un pueblo muerto y enterrado bajo inmensos bloques de mármol».
Antes ya había dejado huella la «Blanca Navidad» de 1864 (como apunte, en el 63 el cólera hizo de las suyas) y después siguió la «marcha» en 1907, en 1914 y en el fin de año de 1917, en el que se completaron siete días de nieve con temperaturas que marcaron los 14 bajo cero. Más adelante volvieron los hitos. El 27 de enero de 1952 se superaron los 30 centímetros en otra «semana blanca» y en el 57 nevaba, aunque no demasiado, nada más despedir el verano.
En 1962 era Barcelona la que tenía que pedir ayuda al Ejército para manejar la situación en el día de Navidad; y, un mes después, Madrid alcanzaba el palmo de nieve. Más de un palmo se concentró el 8 de marzo de 1971, cuando se recuerda otro gran temporal con casi medio metro de espesor. Y así hemos seguido años. Pequeñas y grandes nevadas que sirven para sonreír un rato y maldecir cuando el hipnotizante blanco se convierte en «barrujo». Es entonces cuando el frío puede con el subidón inicial.