La Rusia olvidada: gulags, bolcheviques y pianos
La escritora cuenta cómo «los pianos brindaban consuelo a los presos internados en el gulag soviético y les ayudaba a mantener la cordura»
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Sophy Roberts nos cuenta la historia de María Volkonsky, esposa de un príncipe disidente exiliado, que, después del levantamiento decembrista de 1825 para derrocar al zar, decidió partir al destierro con su esposo. Lo hizo en compañía de su clavicordio, que arrastró a través de montañas, tempestades de nieve y la superficie helada del lago Baikal. «Un amigo la retrató en un dibujo de 1832 tocando su instrumento en una celda estrecha de una prisión mientras su esposo la mira». Sucedió en Siberia, la Ibis-Shibir de los árabes, la Sibir de los tártaros, la Sumbyr de los turcos, la Wissibur de los exploradores bávaros. Nombres que remiten siempre a la misma idea: «Susurro», «duermevela», «la tierra dormida». Esta es una de las regiones más desconocidas del planeta, azotada por el calor durante los meses de estío y por gélidas temperaturas en los fríos. Una extensión que en 1580 conquistó el cosaco Yermak Timoféyevich con un ejército de menos de mil hombres y que Catalina la Grande convirtió en el mayor campo carcelario del mundo. Una geografía que abarca una onceava parte de la superficie de la Tierra, está poblada por pueblos tribales, en el pasado alentó leyendas de cazadores míticos, como Dersu Uzala, que Akira Kurosawa inmortalizó en una película de 1975, y que, a lo largo de su historia, cobijó a monarcas derrocados, disidentes políticos, bolcheviques y mencheviques y que hoy está repleta pianos olvidados. Pero ¿por qué?
Historias ocultas
La escritora Sophy Roberts reparó en ese detalle e inició una serie viajes a través de montañas, pueblos y estepas para responder a la pregunta. Lo que encontró detrás de estos instrumentos deteriorados por la humedad y recubiertos de polvo, que permanecían ignorados en domicilios abandonados, almacenes, graneros y escuelas cerradas, fue el eco de una multitud de vidas truncadas, pero que juntas arrojaban una visión distinta de la historia de Rusia desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Comprendió que, durante centurias, los rusos habían convertido el piano en el centro del hogar. Acercarse a ellos no solo suponía acercarse a los restos de una cultura, sino a una época en que la música y la lectura regían la vida doméstica y, lamentablemente, la de muchos presos. «Durante el período del exilio zarista, entre 1801 y 1917, se estima que más de un millón de personas fueron desterradas a Siberia. La mayoría de la gente llegó sin nada, confiando en la amabilidad de los extraños que dejaban pan y agua en los alféizares de las ventanas y socorrían con alimentos y bebida a las columnas de prisioneros». Aunque muchos de esos instrumentos se fabricaban también en Siberia, la realidad es que «parte de los desafortunados reos traían consigo sus pianos», según comenta la autora de «Los últimos pianos de Siberia» (Seix Barral).
Esto no cambió con los bolcheviques y el advenimiento de la URSS, que extendió las instalaciones de los campos de prisioneros por toda Siberia. Los temidos gulags salpicaron esta tierra y nadie, por privilegiado que fuera, podía afirmar de una manera rotunda que no terminaría sus días como huésped de uno de esos recintos. «Los pianos podrían ser una tortura, una burda parodia de la libertad, como describió un superviviente. Sobre todo, en las ocasiones en que los condenados se veían obligados a tocar en orquestas para los comandantes del campo. Pero, al mismo tiempo, brindaban consuelo a los presos del Gulag soviético. La música sirvió en muchos casos como un salvavidas para la cordura. Aunque, a veces, ese salvavidas era más imaginario que real».
Practicar en la oscuridad
A la escritora, que le gusta contestar a las cuestiones con historias, pone un ejemplo: «Vera Lotar-Shevchenko fue una brillante concertista francesa que fue encarcelada en un campo de trabajo no muy lejos de Ekaterinburgo en 1943. Durante ocho años de encarcelamiento, practicó en silencio por la noche con un teclado de madera que sus compañeros de celda tallaron en su litera. Cuando fue liberada, lo primero que hizo Vera fue entrar a una escuela de música en la ciudad local. Tocó de una manera perfecta durante horas: una magnífica ráfaga de Chopin, Beethoven y Liszt. Otro detenido del Gulag, graduado del Conservatorio de Moscú, arriesgó su vida componiendo un ciclo de veinticuatro preludios y fugas para piano en formularios telegráficos y dos pequeños cuadernos de notas».
La Revolución Rusa de 1917 marcó un antes y un después en el país. Fue un momento difícil para la supervivencia de los pianos. «Supuso una violenta desintegración de la sociedad civil. Hubo cortes de luz, robos y colas de pan. A medida que se extendía el caos político, los instrumentos fueron robados, vendidos a extranjeros y quemados como leña. Se amontonaban pianos en la parte trasera de los camiones y se los conducía por las ciudades para hacer propaganda “en vivo” a las masas», explica.
La escritora y periodista apunta que durante ese periodo las fábricas de pianos, «que ya se tambaleaban debido al impacto de la Primera Guerra Mundial», dejaron de fabricarlos y que «los músicos huyeron de Rusia en masa, temerosos del orden social cambiante».
Transcurridos esos momentos iniciales de pánico, desconcierto y exilios apresurados, cuando los diferentes instrumentos musicales se usaron para tapar ventanas o levantar paramentos en los muros resquebrajados, los soviéticos trataron de devolverle su dignidad. De hecho, durante esa época vivieron algunos de sus mejores compositores. «Desde los primeros días, el piano fue visto como un mueble “civilizado” en Rusia. Está en la literatura de la época. Los pianos son un personaje de las novelas de Tolstói y Turguénev tanto como lo son los príncipes. Este prestigio no disminuyó», recalca Roberts.
Esta tradición explica que no se procediera «de ninguna manera a una especie de destrucción social maoísta». Aunque el motivo que subyacía detrás tampoco era inocente: «La música fue una herramienta importante en el arsenal de propaganda soviética. También fue un buen símbolo de lo que el nuevo orden quería hacer al compartir los “privilegios” de las clases altas, incluida la educación musical, con el resto de la sociedad. Solo desde 1924 hasta 1934, la fábrica estatal Octubre Rojo produjo 19.731 grandes instrumentos. La demanda era alta, y una nueva generación de rusos tenía acceso a instrumentos que antes estaban restringidos a los salones de la élite».
La educación musical se extendió a las provincias y mantuvo la demanda de instrumentos económicos de fabricación soviética. «Decenas de miles se distribuyeron en pequeñas ciudades y se abrieron fábricas en Siberia, Tyumen y Vladivostok». Esto hizo que el sistema soviético, que adolecía de enormes problemas, «pudiera apuntarse un tanto al aumentar la alfabetización». Un rasgo de la dictadura que, sin embargo, apenas eclipsaba otra realidad: «En los años treinta, el Gulag siberiano se alimentaba con un suministro constante de prisioneros». La URSS caía en una curiosa esquizofrenia: hacía de Siberia un recinto penitenciario y, por otro, «trasladaban profesores de música a lugares como Kamchatka y la isla de Sakhalin para difundir la pasión rusa por este instrumento». Moscú y Leningado «formaban jóvenes de origen campesino y obrero para mandarlos a esos lugares remotos para enseñar».
Una de las peores coyunturas para los pianos fue, curiosamente, con Yeltsin. Sophy Roberts explica el motivo: «A medida que crecían los ricos, los afinadores aprendieron a obtener beneficios arreglando instrumentos viejos y vendiéndolos como un símbolo de estatus. Me encontré con historias de marchantes que pintaban antiguos Bechstein de blanco para adaptarlos a la mansión de un oligarca; otros inventaron historias de viejos nobles para aumentar el valor de un piano en un mercado ingenuo. Rusia estaba aturdida por las oportunidades. Era un país desmoralizado por el fracaso del comunismo: la gente quería creer en una versión más optimista del pasado».
En sus viajes, la autora ha encontrado pianos y ha recuperado las historias que ocultaban su destartalada presencia. Pero entre ellas hay una que le gusta: «La historia de un instrumento implica rastrear su procedencia a través de números de serie y la historia oral de propietarios anteriores. Un ejemplo es el primer piano de Catalina la Grande, un Zumpe de 1774, que encargó en Londres. Durante el ataque nazi, algunos de los mayores tesoros de Rusia, incluido el Zumpe de Catalina, se evacuaron de Moscú y Leningrado a Novisibirsk, la capital de Siberia. El piano estuvo viajando durante dos meses desde Leningrado a Gorki, a Tomsk y luego a Novosibirsk. El destino del tren se revelaba a los guardianes en las estaciones. El Zumpe permaneció en Novosibirsk hasta el final de la guerra, atendido en el Teatro Estatal de Ópera y Ballet de Novosibirsk, a medio terminar. Me emocioné cuando logré reunir esta historia, gracias a la ayuda de los archiveros rusos en el Palacio Pavlovsk en San Petersburgo. La historia de la vida de Zumpe nunca se había contado antes».