Historia del “grunge”: paletos, franela y canciones deprimentes
El estilo musical que conquistó el mundo desde la periférica ciudad de Seattle implosionó el día que trataron de convertirlo en una marca: Soundgarden, Pearl Jam y Nirvana quedaron para la historia
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Esta es, ante todo, la historia de cómo una ciudad en una esquina del mundo (literalmente) se situó en el mapa de miles de dormitorios. Hablamos de la fría y deprimente Seattle, donde llueve 300 días al año, por lo que el ambiente ya es de por sí algo deprimente. Hoy en día, florecidas en torno a las nuevas fortunas de Starbucks, Amazon y Microsoft, han arraigado también unas costumbres liberales y progresistas, algunas disparatadas como los carriles bici que nadie utiliza bajo los aguaceros, quizá solo equiparables en su rareza a la muy poco estadounidense ciudad de San Francisco. Sin embargo, en los ochenta, el panorama era muy diferente. En el estado de Washington, la primera profesión era la de pescador y la segunda, hasta que fueron reemplazados por máquinas láser, la de operario del aserradero. Sin embargo, contra todo pronóstico, allí surgió la escena musical que conquistó el mundo de la noche a la mañana, con grupos como Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden, la que sacudió los cimientos de la industria y dejó consumidas algunas estrellas fugaces. La que, justo al darle un nombre comercial, la odiosa etiqueta del “grunge”, implosionó tragándose como un sumidero a los artistas que habían querido vender. Esta es la historia de cómo una ciudad remota y gris se convirtió en el lugar al que todos querían ir, un Eldorado musical.
En la era pre digital, si eras adolescente, era muy difícil entretenerse con algo legal que no fuera el deporte o la música y ningún grupo conocido iba a recorrer las 14 horas por carretera desde San Francisco o las 32 desde Minesotta para tocar ante los hijos de los pescadores. No, los chicos de Seattle iban a tener que entretenerse solitos. “Todo el mundo adora nuestra ciudad” (Espop Ediciones) cuenta esta historia desde la ironía y el desencanto a través de más de 250 entrevistas con sus protagonistas. “Cuando me mudé a Seattle en 1981, la gente vestía botas y sobrero vaquero y llevaba peines gigantescos asomando por el bolsillo trasero”, dice sobre el paraje local Hiro Yamamoto, bajista de Soundgarden, uno de los principales grupos de la escena. A nadie en el mundo le importaban lo más mínimo los grupos de Seattle, que practicaban una mezcla extraña entre el punk y el heavy metal con un deje raro, algo indescifrable, pero lleno de odio. Además, la actitud de las bandas era extrema: punk rockers descerebrados que tanto podían agarrar un gato atropellado en la calle y agitarlo en el aire para generar la arcada general como ponerse de nombre The Thrown-Ups (Los vomitados) y lanzar al público ostras o cualquier contenido viscoso que pudiera parecer... vómito, claro. La mayor parte de nuestros protagonistas no son exactamente la clase de “white trash” que vive en un remolque, sino chicos de clase media-baja con un instinto exacerbado de rebeldía y algo de tendencia a la depresión.
Contra los excesos y el postureo
Sin embargo, tenían la actitud correcta: haz música, hazla tú mismo, y no con el objetivo de ser una estrella, sino por y para tu comunidad. Estaban educados en la filosofía del hardcore y del indie que acababa de nacer. “Odiábamos la clase de excesos del rock & roll, los del postureo y el virtuosismo”, comenta Jim Tillman, miembro de los U-Men, pioneros de la escena junto a Malkfunshun y los Melvins, el grupo que inspiró a Kurt Cobain, el héroe trágico de esta epopeya. The U-Men inauguran el relato del libro y lo cierran también enmarcando un cheque con sus ganancias discográficas, un dólar y cuarenta y ocho centavos.
Porque una cosa está clara: semejante panda de metaleros de suburbio y punkis rurales no habrían conseguido nada de no haber sido por un par de hachas con el marketing, las cabezas pensantes detrás de Sub Pop, el pequeño sello que nació con 20 dólares, estuvo al borde la ruina muchas veces, y por el que Time Warner pagó 20 millones (sólo por el 49% de las acciones). Un sello minoritario con suficiente sentido del humor como para lanzar su referencia 200 con una foto del edificio que ocupaban con la leyenda “Sede Mundial de Sub Pop”, como si ocupasen todo el complejo y no la buhardilla de 15 metros cuadrados a la que no subía el ascensor. Hablamos de Bruce Pavitt, que se hacía llamar “Presidente superior de gerencia ejecutiva” y de Jonathan Poneman, cuyo cargo era “Presidente ejecutivo de gerencia supervisora”. En su gestión de la empresa había algo de marxista, del propio del autor de “El Capital”, pero todavía más de Groucho. Su lema era “Al borde de la quiebra desde 1989” y las camisetas más vendidas llevaban la leyenda “Loser” (Perdedor). Como les define Thurston Moore (Sonic Youth): “Eran delgaditos, empollones, raritos, fracasados, patéticos. Eran encantadores”.
La compañía llegó a deber 250.000 dólares porque en Sub Pop no sabían llevar un libro de contabilidad. Sí que tenían, en cambio, una clasificación por mal olor corporal de sus artistas. Chad Channig, batería de Nirvana, ocupaba el tercer puesto, y en la lista no había sólo hombres: las chicas de L7 y Babes in Toyland tenían lugares de privilegio, pero siempre tuvieron la delicadeza de no revelarlos. Nunca pagaron royalties a nadie. “Pero les compramos furgonetas y les mandamos a Europa de gira. Fuimos fiscalmente irresponsables pero no unos criminales”, decía Pavitt. Thurston Moore recuerda que los grupos de Sup Pop no tenían dinero para comer “y aun así destruían el equipo cada noche. ¿Cómo lo hacían para seguir la gira? Todavía me lo pregunto”. Mark Arm (Mudhoney): “Iba a Bruce y le pedía dinero para pagar el alquiler. Y me hacía un talón y me decía: ‘’no debería hacer esto’'. Y era verdad, porque con ese dinero me metía de todo”.
En Sub Pop publicaron los dos grupos que casi por sí solos explican la escena de Seattle: Mudhoney (“Touch Me, I’M Sick”) y Nirvana (“Love Buzz”) empezaron a atraer el interés de su propio país. Sin embargo, por alguna razón, todas las canciones de Seattle sonaban tristes. No culpen a la lluvia ni a la heroína, que, junto con los opiáceos legales y el jarabe para la tos con codeína circulaba sin dificultad. Hay una razón más curiosa que se extendió por los grupos de la ciudad como un virus: la afinación de la guitarra en “Re caído” (Drop D), un truco que inventó Black Sabbath y que consiste en bajar un tono la afinación de la sexta cuerda, que de inmediato convierte todo sonido que produzca el instrumento en más grave o más pesado. Clima, sonido, drogas y letras deprimentes que, contra todo pronóstico, iban a conquistar el mundo.
Un artículo fantasioso
Otro hecho fue decisivo para la explosión brutal de esta escena: el artículo que “Melody Maker” escribió sobre Sub Pop en 1989 a iniciativa de la casa de discos. El sello pagó al periodista Everett True un viaje para escribiera de Mudhoney y de paso relatase la historia de la compañía. Y el británico tiró de todos los tópicos para entregar una historia fantasiosa sobre tipos barrigones y peludos que tocan la guitarra después de dejar el hacha de leñador. Él mismo lo narra en un capítulo en el que el absurdo y lo desolador se dan con la mano y en el que nadie se quiere atribuir la paternidad de la palabra maldita: “grunge”.
El resto es historia. Una joven programadora de la MTV se encapricha de “Smells Like Teen Spirit”, esa canción inmortal. El video empieza a escucharse en rotación intensiva y comienza la fiebre. Ese fue el pecado original del “grunge”, que alcanzó su punto máximo como estilo traicionando sus principios, en la televisión del modo de vida capitalista, aunque por entonces no lo era tanto: eran suficientemente aliados de los gustos juveniles para encumbrar a The Black Crowes, pero esa es otra historia. El caso es que Nirvana vendió millones de discos de “Nevermind” y su éxito atrajo la atención hacia Pearl Jam y Soundgarden, grupos, especialmente el segundo, que Cobain adoraba y que estaban ahí antes que ellos. Al olor del éxito, todo se sale de madre: las compañías mandan a tantos ejecutivos y los medios a tantos periodistas que no hay habitaciones de hotel libres en toda la ciudad. Kurt Cobain comienza a portarse como un yonqui y Eddie Vedder como un mesías. “Me soltaba una parrafada política cuando yo sólo le había preguntado qué tal estaban los gofres”, comenta uno de sus compañeros de gira. Chris Cornell (Soundgarden), que era totalmente abstemio, desayuna medio litro de vodka solo con hielo. Marc Jacobs saca una línea de moda con franela por la que, además, fue despedido. “Tío, llevaba camisas de franela porque en Seattle hace frío y costaban un dólar”, señala Jason Tillman perplejo ante semejante apropiación cultural. “Vanity Fair” publica reportajes sobre la adicción de Courtney Love estando embarazada. La presión sigue aumentando y Cobain se odia a sí mismo por conseguir lo que en el fondo siempre persiguió pero que le hacía sentir tan culpable, el éxito desmesurado. Hay una total avidez de noticias sobre él y la portada en la revista “Time” encumbra a otro portavoz generacional, Eddie Vedder. “Vivimos a bordo de un Challenger para el que no estábamos preparados”, asegura Dave Grohl, jovencísimo batería de Nirvana. Y Kurt no supo saltar a tiempo antes de que estallara.
Después del suicidio de Cobain, la estrella trágica, nada volvió a ser lo mismo. Como si de una grieta en la presa se tratase, los testimonios del libro se convierten en puñaladas. Acusaciones cruzadas, muertes sórdidas y vidas destrozadas. Lo que empieza como una historia de chavales que acercan sus flatulencias a una llama se convierte en culpas más punzantes que jeringuillas. El mercado huye de semejante clima depresivo. Ya no es tan graciosa la moda de estos frágiles yonquis del extremo Noroeste. El primero en fallecer por la cornada de la heroína fue Andrew Wood, y, tras el sonoro suicidio de Cobain en 1994, la trinidad de mártires de la escena la completó Laytne Stanley, cantante de Alice In Chains, que falleció al poco tiempo por sobredosis. El último que le vio con vida fue Mike Starr, bajista del grupo. En el libro, Starr se avergüenza de dejarle aquella noche solo con las drogas. Tardaron dos semanas en encontrar el cuerpo porque, en 2002, Stanley ya no le importaba una mierda a nadie. En 2011, el año que se publicó este libro en inglés, Starr consumió una dosis letal. Y en 2017, el epílogo: Chris Cornell, líder de Soundgarden, también se quitó la vida. No eran chicos de trato fácil, precisamente.