Jonás Trueba: “Mis películas son un intento por aclararme un poco la vida”
«Tenéis que venir a verla», en cines este viernes, es la vuelta del realizador de “Quién lo impide” a la ficción y a ese cine de mundo propio y diálogo epatante que le caracteriza
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Para cuando el piano de Chano Domínguez se detiene en cada rostro, en cada gesto de Irene Escolar, Itsaso Arana, Vito Sanz y Francesco Carril, su mejor cine ya está de vuelta. Un bar, una cuenta compartida y un simple diálogo trivial sobre hace cuánto tiempo que no hacíamos esto, lo de quedar sin mascarillas, le sirve al tacto privilegiado de Jonás Trueba (Madrid, 1981) para arrancar el silencioso motor de «Tenéis que venir a verla», su última película y una provocación —desprovista de ambages intelectuales— al borde del mediometraje, cerca del suspiro generacional que viene marcando su filmografía desde «La virgen de agosto» (2019) y que impregna las tres horas largas de la celebrada «Quién lo impide» (2012).
De vuelta en la ficción, el director más estrictamente contemporáneo del cine español atiende a LA RAZÓN como se hacía antes. Deja respirar la entrevista cuando se necesita, se toma el tiempo necesario para buscar una respuesta lejos de lo obvio, reflexiona y, haciendo carne de la pretensión verbal y Santo Grial del periodismo lento, predica incluso con el ejemplo de lo que es verdaderamente debatir una película. Y ello viene de su propio filme, una historia sencilla, un esbozo de argumento en el que dos parejas de amigos protagonizan dos encuentros en apenas 61 minutos. En medio, la separación casi ideológica que marca vivir a distancia de un cercanías, la sombra de un aborto espontáneo y «Has de cambiar tu vida», el portento filosófico de Peter Sloterdijk que por momentos parece apropiarse del metraje para que la comedia, la ironía y también la parodia, el paroxismo de los intelectuales más autoconscientes, sea combustible de la conversación. «Tenéis que venir a verla» es, además de la película más minimalista de Trueba, un musculoso ejercicio de estilo que es capaz de atraer la atención del espectador y no soltarla hasta que su final en falso le saca del paseo por el campo.
¿A usted le gusta hablar de su propio cine?
No demasiado. No por la entrevista en sí, o el proceso de promoción, que ya entiendo como propios, sino porque creo que acabaré banalizando la idea principal.
¿Cómo y cuando nace «Tenéis que venir a verla»?
En mi casa, en un fin de semana de agosto de 2020. Veníamos saliendo del confinamiento y me lancé a escribir no un guion, sino una especie de propuesta de película que acabé enviando a los actores. No tenía la certeza de que pudiéramos rodarla, pero quería salirme de esa incomodidad en la que estaba instalado. Y así nació, como «Tenéis que venir a verla», con el subtítulo «A ver si es una película».
¿Es su película más minimalista, más íntima?
La imaginé vaciada. Imaginé a las dos parejas protagonistas, a los cuatro actores y apenas les mandé dos folios, porque no sabíamos qué se podría hacer y qué no. Rodamos la primera parte a finales de 2020 y la segunda en primavera de 2021. No sé si minimalista, pero sí breve, la más circunstancial.
Coyunturalmente, toma la decisión de incluir la pandemia.
Entiendo que cada una de mis películas obedece a un tiempo y a unas circunstancias. Me resultaría raro hacer una película como en el vacío contextual. Cuando doy clase, siempre digo que el cine es primero posibilista y después circunstancial. Pretender que no sea así me parece extraño. Quería dejar por escrito, y filmado, esa sensación de irrealidad que nos sobrevino un poco a todos a raíz de las consecuencias de la pandemia.
Su nueva película cierra una especie de trilogía sobre la indecisión. La del final de la adolescencia en «Quién lo impide», la del final de los veinte en «La virgen de agosto» y ahora, la del comienzo de la adultez.
¿Es quizá una película sobre que a esa edad, la de mis personajes, ya deberían tener más cosas claras? Puede ser, una especie de la trilogía de lo impensable. Las películas, en mi caso, siempre son un intento de aclararse un poco la vida. Lo que menos quería en «Tenéis que venir a verla» era ser conclusivo, solo quería exponer sensaciones. Y esas sensaciones podían venir de un libro, de un estado de ánimo o de una canción concreta.
¿Siempre imaginó una película contenida en metraje?
Sí, incluso cuando confirmamos el estreno en cines, que uno puede estar tentado. Me interesaba jugar con la idea de hacer una película justo al borde de no ser una película. ¿Cuál es el estándar para calificar como película? ¿60 minutos? Hagamos 61. Quería que fuera corta casi como una provocación, como un: ¿Ya? ¿Era esto una película? Quería evitar cualquier tipo de estándar, no tener miedo a vaciarla de todo lo que sobra. Todo aquí me recordó a cuando hicimos «Los exiliados románticos», rodada en apenas diez días. Necesitaba poner en cuestión todo de nuevo, incluso lo que hago.
Hablaba usted de sensaciones. Y en la película se cuelan las que le transmiten el piano de Chano Domínguez o las de un libro de Peter Sloterdijk...
Mis películas siempre han sido un poco una especie de cápsula del tiempo, con los libros y las canciones que estaban pasando por mí en ese momento. Y ha sido una constante, como en «Todas las canciones hablan de mí», que ponía a (Franco) Battiato, a Nacho Vegas, a Alejandra Pizarnik... Y aquí está todo lo que fui confinado.
¿Siente que el libro llega a secuestrar la película?
Es un libro que empecé y dejé varias veces. Es inasible, como intento explicar en la propia película. Y se mete en ella igual que lo hacen los actores, Itsaso (Arana) o Vito (Sanz), porque están en mi día a día. Y sé que esto a veces me ha generado calificativos como pedante o cosas peores, pero es que me divierte mucho. Fíjate hasta qué punto me da igual que aquí lo hago casi central. Es una provocación, pero siempre desde lo cómico y lo irónico que es dejar que el libro se apodere de la película. En una de Marvel la tensión viene del posible fin del universo, aquí podría haber sido a partir de ver un partido de Nadal, pero me apetecía reírme, junto al equipo, de que el tema mismo fuera una lectura.
¿Ha sido usted muchas veces ese personaje? ¿El que interrumpe una comida para levantarse a buscar un libro para perplejidad del resto?
Puede ser, sí. Creo que Itsaso (Arana) me imita un poco, como que sabe que al escribir el personaje en realidad estaba hablando un poco de mí. Y creo que es algo que comparto con mi padre, esa pasión a veces no entendida de querer compartir algo que estamos viendo, leyendo o escuchando, a veces de forma obsesiva. Hay algo de mí, un poco de parodia de mí mismo, casi ridícula pero divertida.
¿Da miedo estrenar una película así en este momento concreto?
No, pero no porque no entienda el contexto, sino porque no me la juego en el sentido de apuesta. Hemos hecho esta película con muy pocos medios, de manera independiente y financiada totalmente por nosotros, Los Ilusos. Con beneficios de anteriores películas hemos ido generando un pequeño músculo que nos permite estrenar de manera un poquito diferente. Ya sabemos que vendrán pocos espectadores a verla, soy realista. Siempre he defendido que no hay que obsesionarse demasiado por el éxito, ni por hacer siempre la mejor película del año. Soy perfectamente consciente de cómo está el patio.
¿Cómo de mal está el patio?
El cine independiente trae consigo una fatiga de acompañamiento que acaba lastrando todo. Me encantaría hacer una película y olvidarme de ella, ir a otra, pero es imposible. Siento que llego a agotar mis propias películas, y te conviertes en una especie de «showman», porque hemos comprado la idea de que las películas no se valen por sí mismas, que tienen que ser una especie de eventos.
¿Le preocupa el estado del cine independiente español?
Creo que durante demasiado tiempo cargamos el trabajo sobre esa especie de francotiradores de la industria, a los que todos aplaudían pero nadie ayudaba a levantar sus películas. Es triste.
¿Por eso vemos cada vez a más debutantes brillantes aceptando encargos de plataformas?
Sí, pero esas son elecciones conscientes. Yo, por ejemplo, he ido por el camino de dar clases. ¿Podría haber elegido hacer una película para una plataforma? Decidí no hacerlo. Hace poco hablaba con Icíar Bollaín y me explicaba que un proyecto de película, quizá, acababa convertido en serie corta para encontrar financiación. Y me salió decirle: «Joder, si tú dejas de hacer películas para salas, ¿quién las va a hacer?». No podemos permitirnos que las películas de ella, de León de Aranoa o de Almodóvar salgan de las salas de cine. Si eso comienza a ocurrir, los que somos más pequeños estamos muy jodidos. Pero volviendo a la pregunta, repito que son elecciones conscientes, morales casi. Cada uno tiene sus circunstancias, y las mías pasan por apretar el cinturón de mi película y seguir defendiendo mis valores.
¿En qué está ahora? ¿Qué le depara lo inmediato?
Estamos intentando levantar dos películas, pero la que más ilusión me hace la voy a dirigir yo este otoño en Granada. Hemos estado dos años buscando el dinero y tendrá bastante más presupuesto, unos tres millones de euros. Y es cine independiente. Ser independiente no significa estar haciendo cine de guerrilla todo el rato, se puede aspirar de forma legítima y necesaria a hacer cine de industria.
Aprovechando la duración, ¿con qué películas haría sesión doble «Tenéis que venir a verla»?
Me interesan mucho los últimos trabajos de Elías León Siminiani. Me encantaría poner la película junto a «El síndrome de los quietos», por ejemplo.
Hablaba usted de sensación de irrealidad, de desaliento. ¿Cree que es de clase, generacional o geográfico, de país?
Seguramente hay un poco de las tres cosas, porque la película está atada a lo cotidiano. Yo al final hago un retrato muy pequeño de un universo todavía más pequeño. Es una esfera minúscula, casi ridícula. El desaliento es general, transversal, porque estamos abrumados. Por eso quería que la película fuera pequeña, que reposara y que bajara las pulsaciones, la velocidad a la que estamos acostumbrados a ver películas. Un poco a la contra, quizá.