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Re, Selvático Animal

Ramoncín: “Va a ser más sencillo perdonar a Plácido Domingo que a mí”

Fue el más irreverente cuando ser incorrecto no era tabú. Ahora, vive liberado de su pasado SGAE, desmitifica la Movida y, por supuesto, presume de la relación que mantuvo con Umbral

Ramoncín, en Madrid
Ramoncín, en MadridGonzalo Pérez MataLa Razón

Ramoncín, Ramón, el que cuando ser incorrecto e irreverente era lo normal (sucedió) fue el más incorrecto y el más irreverente, «el ángel de cuero, perfil de navaja» (aquellas palabras de Umbral sobre él serían el germen de su canción Ángel de cuero), ni glorifica el pasado ni abomina del presente. «Me encantaba lo que hacíamos antes», cuenta, «me encantaba esa cosa salvaje de salir ahí y cantar con todo. Pero hubo un momento en el que me di cuenta de que puedes ser un esprínter o un corredor de fondo. Y yo quería ser lo segundo. Dar saltos con la edad que tengo, aunque soy el que más los da, no es lo importante ahora. Hay gente que se me acerca y me dice: “Joder, a mí me gustabas más antes”. Y yo les contesto: “No, el que te gustabas más eras tú”».

Tampoco mitifica aquellos 80 de la Movida, «tan deseados y tan queridos», en los que no todo era brillo. «Tengo serias dudas sobre si los 80 fueron mejores tiempos, como las tengo también sobre si fueron mejores los 80 o los 70», reflexiona. «Tengo recuerdos, de antes de ser una persona muy conocida, en los 70, desde los quince a los veinte años, que son maravillosos. En un Madrid extraordinario, en un barrio fabuloso, donde todo era posible y tratábamos de sacar adelante nuestros sueños. Social y personalmente, mis años 70 son gloriosos». Y eso pese a que, ya muerto Franco, aún «tenías que enseñarle las canciones a un señor cuando ibas de gira. Recuerdo tener todas con un sello que ponía “censurada, censurada, censurada”», explica el artista.

Aun así, en marzo del 78, Ramón canta en televisión (cuando «la televisión» era solo una y la veía todo el mundo) Marica de terciopelo «con un rombo pintado en el ojo. Y se la dedico “a todos los que tenéis en la cárcel”. Recuerdo que les dije a los chicos “esta noche duermo en comisaría”. Pero no ocurrió». Luego llegarían esos 80, «todo brillo, era la hostia», en los que, sin embargo, su nombre aparecería en las listas de los que habrían fusilado de haber triunfado el fallido golpe de Estado del 81. «Aún no he encontrado la explicación», dice, «me imagino que por escribir canciones...», cuenta.

Unos años 80 en los que fue mimado por Umbral, que supo ver en él a un exótico, a un valiente: «Teníamos una relación estupenda, era una cosa curiosísima. Hicimos un intercambio que nos fue bien a los dos. Yo le llevaba al mercado de Legazpi y él me llevaba a ver a Torrente Ballester. Y le mandaba el “Marica de terciopelo” para que lo leyera. Y Torrente Ballester, cuando íbamos a tocar a Salamanca, venía a verme. Incluso ya bien mayor, con alguno de sus hijos, con su mujer, porque le fascinaba verme».

«No hay hoy en la prensa nacional nadie como Umbral», apunta Ramoncín
«No hay hoy en la prensa nacional nadie como Umbral», apunta RamoncínGonzalo Pérez MataLa Razón

«Umbral y yo nos alimentábamos mutuamente», recuerda. «Le llamaba y le decía que me habían invitado al Hotel Intercontinental porque se juntaban los yanquis para ver las elecciones, a ver si ganaba el facha ese de Reagan. Y él me decía: “Hay que ir, querido. ¿Dónde quedamos?”. Entonces, me presentaba a una gente y yo me llevaba a un par de colegas –continúa–. Y al día siguiente, aparte de contarlo de una manera que solo él veía, me llama “ángel de cuero, perfil de navaja”, y a mí me sirvió eso para escribir la canción Ángel de cuero. Y a él le sirvió su relación conmigo para hacer el Diccionario cheli».

Solo Umbral leyó la novela escrita por Ramón, que aún no se ha publicado: «Me dijo que era estupenda y me sugirió que hiciera unos pequeños cambios. Pero luego no la publiqué, sentí que no debía hacerlo. Y cuando escribió un espectacular prólogo para mi primer libro de poemas, Animal de ojos caídos, y fui a recogerlo a una peluquería en la que él estaba, viene el peluquero y dice: “Oiga, don Francisco, el punki este no se irá a mear en las jardineras...”. Y antes de que yo le agarrara del cuello, Umbral le dice: “El punki este lee a Balzac”. Umbral y yo hicimos una amistad de verdad. Y una amistad verdadera consiste en que uno sabe cosas de un amigo que no puede contar».

Y, efectivamente, no las cuenta. «No hay hoy en la prensa nacional nadie como Umbral», dice. «Creo que Millás hace cosas extraordinarias. Raúl del Pozo es un poco su seguidor natural. Y luego está Manuel Jabois, adorado por tanta gente, y que escribe muy bien. Pero no tienen nada que ver. Umbral fue único».

No esquiva Ramón la pregunta incómoda, y sobre su paso por la SGAE comenta: «Cierta gente me juzgó y condenó, cuando se ha demostrado judicialmente que todo aquello era falso. Y, aun así, hay quien sigue pensando lo mismo. Pero si tienes una vida pública no tienes más remedio que aprender cuáles son las claves para convivir con las mentiras y las manipulaciones. Y el asunto SGAE se resume en que cuando un chaval francés cobra 17.000 euros por algo que ha hecho, un español cobra mil. No hay que explicar nada más. Fue todo un montaje. ¿Sabes que no hay nadie condenado por aquello? Bueno, un trabajador cogió una tarjeta de crédito y se fue de putas –sigue Ramoncín–. Y no tenía nada que ver con esto, era el de las relaciones institucionales. Que, por cierto, podría haber contado por qué se fue de putas y a quién se llevó de putas. Ojo con eso... Yo sí tengo esas respuestas, y lo contaré cuando corresponda. Pero para cierta gente va a ser más sencillo perdonar a Plácido Domingo que a mí». A Plácido Domingo o a Woody Allen. O a Polanski.

¿Qué opinión le merece a Ramón esta llamada cultura de la cancelación? «Si en algún momento se demuestra que Plácido Domingo o Woody Allen han cometido unos delitos tan deleznables», dice, «alguien tendrá que tomar una determinación. ¿Pero hay que dejar de escuchar a Michael Jackson porque todos sabemos que era lo que era? No se le pudo juzgar, por lo tanto, no se le puede acusar. El reproche social de hoy en día debe existir cuando se demuestren las cosas. ¿El señor Plácido Domingo está condenado por abusos sexuales? Cuando no hay una sentencia firme no se puede decir absolutamente nada. Una persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Pero esa frase no está para llevar en una camiseta, sino para ser grabada en granito».

DON RAMÓN

Por Javier Menéndez Flores
En los años de plomo del jaco y la priva, cuando los paraísos artificiales se dispensaban en sórdidos mostradores, ya fuera en un poblado chabolista o en la plaza del Dos de Mayo, Ramoncín, pese a pertenecer a un gremio de altísimo riesgo, supo vadear con astucia el aliento embriagador de la muerte, que sedujo a tantos de sus coetáneos, e hizo de la apología de vivir la mejor bandera del rock.
Punk, primero, porque había que sacarle la lengua al orden establecido, a los hombres con corbata, a la plas, en la bullente arena musical de la Transición su presencia tuvo el efecto de una potentísima bomba. Su discurso, más que transgresor, fue una ducha de napalm para un país cuya democracia caminaba aún con el paso vacilante de los bebés: «¡Eh, Madrid, pozo de mierda, escucha mi nombre!», era el trueno con el que solía abrir sus conciertos. Su chulería de golfo de billar, sus malabarismos con el argot, que no es otra cosa que el revés del idioma, y su aspecto de dandi con muñequera de pinchos eran contemplados con sorpresa y rechazo por una ciudadanía a la que la boina le espesaba las ideas.
Aunque se autobautizó con un diminutivo, desde el principio de su carrera pensó en grande. Provisto de morro y actitud, ambición y olfato, abandonó aquella perecedera propuesta punk para instalarse en un rock filoso y demoledor, poblado de seres allende el límite: lumis, macarras, yonquis, borrachos, perdedores. Un inframundo que frecuentó el tiempo justo como para hacerse con un abultado álbum de fotos con el que alimentar por siempre sus canciones.
Mucho más listo que la mayoría de sus colegas, sumaba y seguía: discos, giras, cine y algún que otro experimento literario. Todo en aras del engorde de aquel personaje tan excitante, ajeno a cualquiera de las tribus urbanas de entonces e imposible de catalogar.
¿La televisión? ¿La SGAE? Eh, eh, un momento. Yo no he venido aquí a hablar del padre que tiene que sacar adelante a su vastísima prole ni del hombre que ha hecho del renovarse o morir un estilo de vida, sino del zarpazo y la rabia y la sed. Del rugido de la noche, de todas las noches, y de los versos que nacen para ser declamados a dentelladas. Mucho antes de que Eminem o cualquiera de sus homólogos pretéritos y presentes hubieran siquiera nacido. Estoy hablando de Springsteen, de Neil Young y del hormigón, las mujeres y el alcohol. De unas canciones que parecían emerger de una atmósfera asfáltica, densísima, y que nos las escupía un tipo que sobre un escenario era capaz de poner en pie a los muertos con una artillería de seres desguazados, el perfecto antídoto contra el tedio.
En su retina quedó incrustada la imagen de un muchacho al que sacaron sin vida del Támesis y cuya chupa de cuero llevaba bien visible en la espalda un parche de los Clash. Él vio ahí mucho más: la metáfora del fin de aquel gran eructo contra el sistema opresor que fue el punk, y tenía que contarlo. Putney Bridge ostenta, junto a una decena de temas que llevan su firma, un lugar de platino en la historia del rock español, y que muchos lo desconozcan no lo invalida. Que se desatasquen los oídos, o que lean.
En cualquier otro país –Francia, sin ir más lejos– alguien como él sería honrado como un maestro de la gramática parda y un superviviente de la alegría casi demente de los ochenta. Pero si España es implacable, Ramoncín es indestructible. Lleva 45 años resistiendo, y aún luce bonito. Qué cabrón.