Para hacer bien el amor hay que pensar en Raffaella Carrà
Todo en la cantante italiana fue pura “felicità”. Se convirtió en una “filósofa pop” dentro de una Italia deprimida y contagió su espíritu de libertad por Europa. Una forma de vida que ahora recoge Marina Visentin en su nueva obra, “Raffasofia”
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Emma Goldman, anarquista y feminista estadounidense, se desentendía de las revoluciones en las que no se pudiera bailar, decía. Por lo que, en un ejercicio de historia-ficción, entendemos que este adalid de la lucha por la emancipación de la mujer se lo hubiera pasado en grande con Raffaella Carrà, protagonista de otro tipo de revuelta que, sin embargo, llevó a Italia, primero, y al resto de países, después, a esa «libertad» por la que clamaba Goldman, fallecida tres años antes del nacimiento de Raffaella Maria Roberta Pelloni, en 1943. No sabemos si hubiera sido al ritmo de «explota, explótame, expló» o de «caliente, caliente», o tantas otras, pero Emma «la Roja» –criada en la Rusia zarista– hubiera estado orgullosa de la Carrà.
Y no solo ella, muchos otros filósofos de todos los siglos, de haber tenido televisión, hubieran encontrado en la artista el eslabón perdido entre el ser humano y la felicidad. Espontánea, libre de prejuicios y abierta a la inclusión, llevó el color a las pantallas antes, incluso, de abandonar el blanco y negro. Porque Carrà fue un comodín contra el tedio: «A la vida hay que quitarle peso. De hecho, si hay algo que me gustaría eliminar de la faz de la tierra es justo el aburrimiento», sostenía la propia Raffaella en una sentencia en la que parece una fiel alumna de Italo Calvino y su «gente competente»: «Tómate la vida con levedad. Ya que levedad no significa superficialidad, sino planear sobre las cosas, no tener ningún peso en el corazón».
Palabras que «Raffaella pone en práctica durante toda su vida», defiende Marina Visentin, firmante de un tratado sobre el estilo de vida de la cantante, Raffasofia (Cúpula), donde la autora pretende despertar a la Carrà que todos tenemos dentro, «una filósofa pop» que marca el camino para dar con la «felicità tà-tà» al ritmo de sus canciones.
Todo empezó el 10 de octubre de 1970, en el primer programa de la octava edición de Canzonissima, el acontecimiento principal de la parrilla «azzurra» en la noche de los sábados que la artista comenzaba a presentar junto a un rostro conocido de la RAI, Corrado. Raffaella venía de empezar a despuntar en otro «show» (Io, Agata e tu), pero este sería su confirmación. Vestida de blanco, con unos pantalones de campana de cintura baja y un top corto de cuello alto, el ombligo al aire, una melena bob de color rubio platino y una gran sonrisa, cantaba y bailaba «con una energía inagotable un himno a la alegría de vivir, a la levedad y a la felicidad, destinado a entrar de inmediato en la lista de las canciones más escuchadas y a encabezarla durante meses», recuerda Visentin de aquellas estrofas: «Qué linda fiesta./ Qué espléndida fiesta/ vamos a presenciar./ Oh, qué música, qué música,/ ¡qué música, maestro!/ Con ella todos juntos volvemos a cantar». Era el primero de una larguísima serie de éxitos que se venderían a millones (60, concretamente) por todo el mundo.
Aquel ombligo en primer plano de la Carrà era algo que no pasó desapercibido en aquella Italia puritana, pero el éxito de la joven presentadora era tan arrollador que, en los pisos altos de Viale Mazzini (sede de la RAI) decidieron no darse por enterados. «Y así, la revolución a lo Carrà da sus primeros pasos. De puntillas. Dulce, dulce, dulcemente...», cuenta la autora.
Ni perverso ni extraordinario
El «look» era la sensación del momento, aunque, para la protagonista, no tenía nada de perverso ni de extraordinario: «Me acercaron un figurín. Llevaba pantalones blancos, un pequeño top y el ombligo al descubierto. Cuando iba de vacaciones a la playa me vestía más o menos así, con pantalones cortos. ¿Dónde estaba el escándalo? ¿Dónde la provocación?». Raffaella disfrutaba libre, sin embargo, desde El Vaticano no todo se veía tan puro. Un año después, ese ombligo ya era demasiado para la Iglesia, que, a través de unos encendidos editoriales en L’Osservatore Romano, pidió sin rodeos la retirada de semejante «vergüenza».
Los directivos de la RAI obedecieron sin rechistar, pero la cantante no estuvo por la labor. «No se echa a la calle, no lanza eslóganes ni levanta los puños. Su reacción es mucho más sorprendente», recoge el libro: invitó a Alberto Sordi a bailar con ella el Tuca Tuca, inspirado por una seducción «nada agresiva», escribe Visentin. «El eros es juego, es levedad, sugiere la canción, y el “me gustas, me gustas, me gustas” es el ábrete sésamo de la diversión». No optó por un hippie de pelo largo, sino por el mito nacional, el arquetipo inmortal del italiano medio y «personificación de sus incurables vicios y pequeñas virtudes». En esta ocasión, el top de ella es el de siempre, aunque en negro, y muestra una irresistible sonrisa seductora. «Él encarna a todos los hombres de Italia a los que les gustaría estar ahí, bailando con la Carrà», prosigue Visentin.
Y, así, se fue gestando el mito. The Guardian recogía hace no mucho una definición de Carrá como «la estrella del pop que enseñó a Europa las alegrías del sexo». Y es que Raffaella se encontró convertida en un símbolo, en el poderoso catalizador de un histórico cambio social y antropológico, en la portavoz de una revolución radical, pero pacífica, sacada adelante sin gritos ni amenazas. Una revuelta hecha a ritmo de danza. Goldman celebraría la actitud de la artista «y también Platón» –añade Raffasofia– cuando escribía: «Antes de pensar en cambiar el mundo, hacer revoluciones, redactar nuevas constituciones o establecer un nuevo orden, descended a las profundidades de vuestro corazón, permitid que en él reinen el orden, la armonía y la paz. Y solo después buscad almas afines y pasad a la acción».
Si hay algo que llevó a la cima a la cantante fue su absoluta libertad de pensamiento y su natural falta de prejuicios. Se acerca así al poeta místico persa Rumi, quien afirmó que «no importa si eres cristiano, judío, musulmán, chamán, zoroástrico, piedra, tierra, montaña, río. Cada uno tiene un modo único y secreto de relacionarse con el misterio, y no puede ser juzgado». No es otra cosa que la tolerancia de la que también hablaba el ilustrado por excelencia, Voltaire: «Es el distintivo de lo humano. Todos estamos llenos de debilidades y errores; perdonémonos recíprocamente nuestras tonterías: esta es la primera ley de la naturaleza».
Visentin utiliza su obra para conjugar la vida y las frases de su protagonista con diferentes reflexiones de filósofos y personajes históricos, como Marco Aurelio: «Cuánto gana en tranquilidad aquel que no se preocupa de lo que dice, hace o piensa el vecino, sino exclusivamente de lo que él mismo hace»; o Hermann Hesse: «Si para ser feliz necesitas el permiso de otros, significa que eres un pobre desgraciado». Con todo ello refuerza la idea de que la Carrà fue esa pensadora ligera que tuvo el mismo peso, o más, que otros concienzudos intelectuales. Porque ella lo que reivindicó por encima de todo fue «la liberación de las ataduras de los roles tradicionales, tanto para las mujeres como para los hombres, la celebración del sexo sin sentido de culpa y el derecho a expresar los sentimientos, incluso a sufrir abiertamente por amor, sin dejar por ello de sentirse orgulloso de uno mismo», justifica la autora.
En la historia de Raffaella siempre prevalece el optimismo de la voluntad, la pasión por el riesgo y el deseo de «lanzar el corazón por encima del obstáculo». «Que sí, que sí,/ hagámoslo así./ Verdad, verdad,/ que el tiempo pasará», cantaba una mujer que contagió su vitalismo en una Italia necesitada de alegrías y predispuesta a olvidar el insoportable clima de austeridad de los años precedentes.
Medita el libro sobre una Carrà que no pensó en la «felicità» como horizonte para pasar todo el día de juerga, sino como «un compromiso, una labor de la consciencia, una necesidad inagotable de mejorar y mejorarse». «La felicidad, pues, no depende solo de nosotros. Es algo que ocurre, claro, pero es al mismo tiempo algo hacia lo que tenemos que dirigir nuestros pasos para conquistarla día tras día», escribe Visentin siguiendo la gran enseñanza de la raffasofía: «Cuando tengas tristeza en el alma,/ cuando creas que todo acabó,/ abrirás sin querer la ventana/ una mañana inundada de sol./ Y verás cómo pasa la banda,/ y verás a la banda pasar,/ sentirás que tus penas se acaban/ porque la banda las hace olvidar», entonaba la Carrà.
- Raffasofia (Cúpula), de Marina Visentin, 192 páginas, 18,95 euros.