“Friends” o la vida en Nueva York que nunca tuvimos
La icónica serie creada y producida por Marta Kauffman y David Crane fue considerada por The Hollywood Reporter en 2019 como la mejor de la historia
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La emisión del primer capítulo de “Friends” coincidió con el año de mi nacimiento, 1994. La relativa distancia que existía entre la gestación del proyecto y mi temprana incorporación algunos años más tarde al entramado vital de decepciones, gestiones emocionales torpes y todo ese despiece empalagoso de consecuencias que al parecer tenía jerarquizar la amistad, enamorarse de tu mejor amigo o vivir sin tener que preocuparse por cómo llegar a fin de mes experimentado por el grupo de veinteañeros privilegiados que vertebraban el relato, no impidió que tanto yo como la gente de mi generación se sintiera profundamente identificada con una realidad tramposa. Una realidad que no solo no había vivido aún –porque apenas teníamos doce años cuando empezamos a familiarizarnos con las palmadas introductorias de esa canción inicial transformada posteriormente en himno de The Rembrandts, “I’ll be there for you” después de comer– sino que, observado con la precaria perspectiva del tiempo, ni siquiera iba a llegar a experimentar nunca.
O al menos, no con el nivel de ligereza y despreocupación que mostraban unos personajes tiernos, falibles, empáticos, contradictorios y extremadamente humanos, sí, pero con una residencia en el West Village de Manhattan esperándoles tras su paso por la universidad -nada de ratoneras cúbicas de Idealista-, practicantes de una independencia, al principio, sostenida por la estabilidad económica de los padres y el fariseo mito de bienestar que recubre las capas más amables del sistema americano y algo mucho más obsceno aún: herederos de un tiempo lo suficientemente amplio como para poder dedicarlo casi de forma íntegra al amor, al ocio, la frustración, el descubrimiento o la risa.
Podría decirse por tanto que con “Friends” aprendimos no cómo funcionaba la vida, sino cómo pensábamos que lo haría cuando cumpliéramos veintitantos. Spoiler: en la cuarta postergación de tu contrato como becaria te das cuenta de que es mucho más prosaica de lo que parecía en el número 90 de la calle Bedford. La brevedad de los capítulos y su carácter autoconclusivo, el sonido prehistórico de las risas enlatadas o la repetición intencionada de los mismos escenarios icónicos (como la cafetería Central Perk, el piso de Monica y Rachel por un lado, que actuaba como epicentro narrativo de la mayoría de las secuencias y el de Chandler y Joey por otro o el apartamento del «tío feo desnudo» al que termina mudándose Ross para estar cerca de sus amigos) conferían a esta serie inmortal, reflejo de tantas emociones imaginadas, espejo generacional de amistades anticipadas, creada y producida por Marta Kauffman y David Crane la estructura oficial de sitcom que con tanta fuerza proliferaba ya en ese momento que tan bien demuestran títulos como “Padres forzosos”, “Salvados por la campana” o “El Príncipe de Bel Air”.
Rescatando en un considerable y sadomasoquista ejercicio de nostalgia la síntesis que hicieron los creadores tras el lanzamiento de ese primer episodio –en el que Rachel aterriza en el Central Perk ataviada con un traje de novia después de haber plantado en el altar a Barry, su prometido y acaba mudándose con Monica (amiga del instituto con la que había perdido bastante el contacto) a un apartamento–, parece prescindible cualquier empeño en intentar ampliarla: “esta serie trata sobre el amor, las relaciones, las carreras, los momentos de tu vida donde todo es posible, y también de la amistad. Porque cuando estás solo y en la ciudad, tus amigos son tu familia”.
Esa fue sin duda una de las grandes fórmulas narrativas que convirtió “Friends” en la mejor serie de la historia según The Hollywood Reporter, pese a que ahora se ande revisando la cantidad porcentual de situaciones, protagonistas o diálogos potencialmente condenables (por machistas, tóxicos o incluso racistas) que incluía: configurar unos personajes como Rachel, Chandler, Ross, Monica y Phoebe que evolucionaban, erraban, lloraban o se enamoraban con la misma inconsciencia que tú, que conseguían que les respetaras y les quisieras en el absurdo, en el filo de la caricatura que hacían de sí mismos y relatar a través de la pantalla de televisión con desprejuiciada honestidad que la amistad no solo podía llegar a ser expansiva, generosa y desinteresada, sino que también podía llegar a convertirse en un efectivo sustitutivo de la familia.