Salamina: la batalla que ganaron los humildes
Atenas se jugaba su existencia; una vez perdida la ciudad ante el conquistador persa, tan solo les quedaba plantar batalla desde el mar o retirarse. Y decidieron luchar
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Desde el año 508 a.C. aproximadamente la ciudad de Atenas se rigió por uno de los primeros sistemas democráticos de la Historia. Ahora bien, era una democracia con muchos «peros». El cuerpo cívico estaba dividido en cuatro clases, desde los más ricos a los más pobres. Estos últimos, conocidos como «thetes», eran ciudadanos libres, pero, en caso de guerra, apenas tenían relevancia pues, debido a su pobreza, no podían costearse el equipo militar del hoplita y eran relegados a la tarea de meros remeros en las naves de guerra. En consecuencia, se les permitía votar en las asambleas, pero no tenían capacidad propositiva ni podían servir como magistrados. Y es que, como suele suceder en la Historia, el poder militar y el poder político están íntimamente ligados. Pero al poco ocurrió algo que alteraría esta situación.
En el año 480 a.C. el Gran Rey persa Jerjes I invadió Grecia. Pretendía vengar la derrota sufrida por su padre diez años antes en las playas de Maratón, y albergaba la esperanza de anexionarse Grecia. En consecuencia, preparó concienzudamente la invasión, movilizando un ingente ejército y una inmensa flota, imprescindible esta última para aprovisionar a las tropas a medida que avanzaban. Para tener éxito, la victoria debía alcanzarse en ambos terrenos, tanto en tierra como en el mar. Sus huestes se toparon con una avanzadilla griega en el paso de las Termópilas y lograron forzar el paso, masacrando en el ínterin a los defensores (los célebres trescientos espartanos que comandaba su rey Leónidas, así como un contingente similar de tespieos). En paralelo se produjo, en el cabo Artemisio, un enfrentamiento naval entre las flotas persa y griega que terminó en tablas.
Invasores en la urbe
A continuación, los persas cayeron sobre Grecia central. Los atenienses abandonaron su ciudad y se refugiaron en la isla de Salamina. Los invasores tomaron la urbe y prendieron fuego a la acrópolis (un suceso que más tarde emplearía Alejandro Magno como pretexto para hacer lo propio en Persépolis). Otras ciudades argumentaron que Atenas había dejado de existir y que, por tanto, había que plantear la resistencia más al sur, en el estrecho de Corinto, y abandonar toda Grecia central a su suerte. Pero Atenas aún existía, si bien en forma «flotante», es decir, en las 180 naves de guerra atenienses que constituían el núcleo de la flota aliada. Su líder, Temístocles, persuadió al resto de aliados para que, en lugar de seguir huyendo hacia el sur, se enfrentasen a los persas en una gran batalla naval. De lo contrario, los habitantes de Atenas abandonarían Grecia y se trasladarían a una de sus colonias en la península itálica. Los aliados dieron su brazo a torcer y todo quedó listo para la que probablemente sería la mayor batalla naval de la Antigüedad.
Los griegos eligieron un estrecho paso entre la isla de Salamina y las costas del Ática, probablemente para anular de ese modo la ventaja numérica del enemigo. En el enfrentamiento, los griegos demostraron una mayor pericia y, en lugar de tratar de imponerse mediante abordajes, enfatizaron el empleo del espolón. Además, los primeros mantuvieron el orden y la cohesión, mientras que los segundos no. Al caer la noche los persas se retiraron vapuleados y desmoralizados, habiendo perdido 200 naves frente a 40 griegas. Jerjes se vio obligado a regresar a Anatolia, dejando tras de sí una guarnición que al año siguiente sería derrotada en las batallas de Platea y Mícala. En los años siguientes se sacudieron el yugo persa los macedonios, tracios e incluso los jonios, que habitaban en la orilla opuesta del Egeo.
En paralelo, y en atención a su gran protagonismo en esta batalla, estos humildes remeros, estos «thetes», pasaron a constituir uno de los pilares de la maquinaria bélica ateniense. Y, si, en efecto, la defensa de Atenas dependía de los más humildes, lógicamente crecería también su influencia en los asuntos de la vida pública. A los pocos años, de hecho, se ampliaron sus derechos políticos y lograron acceder a las magistraturas. En palabras de Pseudo Jenofonte: «Constituye un derecho el que los pobres y el pueblo tengan más poder que los nobles y los ricos por lo siguiente: porque el pueblo es el que hace que las naves funcionen y el que rodea de fuerza a la ciudad, y también los pilotos, y los cómitres y los comandantes segundos, y los timoneles y los constructores de naves. Ellos son los que rodean a la ciudad de mucha más fuerza que los hoplitas, los nobles y las personas importantes» («La república de los atenienses», I.2).
Para saber más:
“Salamina”. Desperta Ferro Historia Moderna n.º 74 68páginas 7,50 euros