El escudo de Atenea: así era la escultura de la diosa en el Partenón que simbolizó el poder de Atenas
Cuando miramos al pasado, es inevitable pensar que nuestra cultura actual debe mucho al mundo clásico. Y no hay nada más clásico que el ámbito griego en su conjunto y, en particular, que la Atenas del siglo V a.C.
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La Atenas clásica es recordada sobre todo por ser la cuna de la democracia, a la que los ciudadanos del Ática se volcaron con empeño –aun cuando se dieron no pocas contradicciones con la política exterior de corte imperialista que emprendieron en suelo ajeno–, pero tiene sus mejores emblemas en los templos de la Acrópolis y en las prácticas religiosas que se relacionaban con ellos y que siempre nos vienen a la mente a través de los famosos frisos del Partenón.
El templo fue colocado en el punto más alto de la Acrópolis, montículo que encumbraba a su vez a la que, en tiempos, fue la polis más poderosa de toda Grecia. Es el símbolo que más despunta aún hoy en la ciudad, y acaso también uno de los más llamativos en toda la historia del mundo helénico. Cuando Pericles y el pueblo ateniense decidieron emprender su construcción, eran bien conscientes de su posición, como del hecho de que la riqueza de la polis y el momento histórico que esta vivía iban a permitir explotar la derrota de los persas en las Guerras Médicas como uno de los discursos propagandísticos mejor trabados de todo el mundo antiguo.
El Partenón no era un templo al uso, puesto que no se le conoce un altar asociado –algo imprescindible para el culto–, sino más bien un espacio conmemorativo que se erigió como parte de todo un programa constructivo que habría de renovar por completo la imagen de la colina ateniense a partir de la sustitución de los edificios que habían sido destruidos décadas antes por los persas.
Como ocurre con todos los templos griegos de cierta relevancia, se acapararon allí multitud de objetos votivos ofrendados en agradecimiento a la diosa Atenea. Gracias a documentos epigráficos, se sabe que en torno a los años 434-433 a. C. en la “cella” del templo –donde se ubicaba la famosa estatua de la Atenea Parthenos– había solo unas pocas ofrendas de entidad, mientras que la inmensa mayoría se guardaban en la celda occidental, el llamado “parthenon” propiamente dicho, que es el espacio que para nosotros da nombre al edificio, puesto que desconocemos por completo cuál fue su denominación original.
Si Atenas pretendía erigirse como el símbolo de Grecia y, como decía el famoso viajero griego del siglo II d. C. Pausanias (”Descripción de Grecia” I.26.6), era una ciudad consagrada a la diosa Atenea, había que dejar esto bien claro. Es por ello que en el interior del espacio más sagrado del templo hicieron colocar la magnífica estatua crisoelefantina –de marfil y oro, aunque en propiedad de madera revestida con estos– que obró Fidias y que habría de ensalzar todavía más el conjunto. El aspecto de la estatua es bien conocido por las descripciones de aquel autor (I.24.5-7) y por el hecho de que se preservó alguna réplica romana en mármol de menor tamaño. La figura de la diosa tenía unos 12m de altura y llevaba un manto hasta los pies, con una representación de una gorgona de marfil en el pecho. El marfil se usaba fundamentalmente en la cara, el cuello y los brazos, mientras que el oro placaba principalmente las ropas y otros elementos. En la cabeza, lucía un casco con triple cresta con grifos a los lados y una esfinge en la cresta central. En la palma de su diestra, se alzaba una pequeña Niké, la imagen de la victoria, y al lado de la figura había una serpiente enroscada, que emergía protegida por el gran escudo decorado que estaba apoyado en el suelo, y que la diosa sujetaba con la mano izquierda, con la que también sostenía una lanza. Era el poder de Atenas personificado.
Desde su misma construcción, la polémica se centró en los responsables de la construcción del templo. Pericles fue acusado –no sin cierta razón– de haberse apropiado del tesoro de la Liga de Delos para sufragar las obras. Plutarco (”Pericles” XXXI) menciona también el espinoso asunto del escudo de Atenea, en cuyo exterior –donde se representaba una amazonomaquia; la lucha de los atenienses contra las amazonas– Fidias hizo grabar presuntamente los rostros de personas reales, en especial el de Pericles –inteligentemente oculto por un brazo que empuñaba una lanza–y el suyo propio en un personaje anciano calvo que levantaba una gran piedra con ambas manos. Aquello era un evidente acto de impiedad –y de soberbia, claro está–.
Como casi cualquier otra cosa que refiriera a un personaje demasiado influyente en aquel entorno democrático, el prestigio del artista levantó suspicacias y fue objeto de habladurías políticas que hoy nos es muy difícil contrastar, salvo por el hecho de que algunas copias romana sí parecen dar crédito a este rumor y muestran claramente a un personaje con ese aspecto. Quizá, a pesar de toda la magnificencia, no era oro todo lo que relucía en aquella estatua.
Para saber más...
- La Atenas de Pericles (Desperta Ferro Arqueología e Historia n.º 44), 68 páginas, 7,5 euros.