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Escultura

Antonio López: retrato de la antiestrella

«Apuntes del natural», documental dirigido por Nicolás Muñoz Avia y que se estrena el día 1, retrata el perfil más íntimo de uno de los grandes artistas contemporáneos

Una escena del documental en la que Antonio López trabaja sobre una escultura
Una escena del documental en la que Antonio López trabaja sobre una esculturalarazon

«Apuntes del natural», documental dirigido por Nicolás Muñoz Avia y que se estrena el día 1, retrata el perfil más íntimo de uno de los grandes artistas contemporáneos.

«Cómo cambian las distancias cuando se limpia el cielo», dice Antonio López mientras va de copiloto camino de un cerro alto que está en una localidad entre Madrid y Alcalá donde plantará su caballete. «Dalí es el antimpresionista, a la vez lejano y próximo como si pintara el aire», añade. El pintor fija la tela al suelo porque hace viento. Se le ve pincel en mano. Se protege con una visera. Y el aire sigue soplando. Un ciclista se le acerca. «¿Vas a hacer un 360 grados?», le pregunta, y él mismo se responde. «Sí, eso está bien. Lo tienes muy logrado, maestro». La visita acaba con un «selfie» al que se presta el artista sin oponer resistencia. Después, el deportista se aleja sobre las dos ruedas. Es el arranque del documental que Nicolás Muñoz Avia, menudos dos apellidos, hijo de Lucio Muñoz y de Amalia Avia, ha rodado sobre el pintor a quien conoce desde niño. Lo arrancó en 2011, cuando el Museo Thyssen preparaba la enorme exhibición sobre el artista, y lo ha acabado el pasado 2018.

«Nos hemos contagiado del ritmo de Antonio», dice a modo de disculpa. La exposición de López le llevó a ver una oportunidad inmejorable para empezar a grabar, aunque el tiempo fue pasando. «Después llegó la crisis y me metí en varios proyectos diferentes y lo retomé en la muestra de los realistas». Sus padres fueron de su círculo íntimo. Compartieron mucha vida juntos, desde la Academia de Bellas Artes. «Puede parecer para quien no le conozca que lo suyo, su manera de ser, es algo impostado, pero siempre es así. La antiestrella. Es consciente de su fama, pero es así de humilde. La imagen que proyecta es de verdad y es verdad. Le he visto por mi casa desde niño y para mí es como si fuera un tío mío», dice. ¿Y eso habrá tenido sus pros y sus contras a la hora de rodar? «Claro que sí. Te da la ventaja del conocimiento de la familiaridad, pero al tiempo me ha supuesto complicaciones porque no disimula su falta de paciencia conmigo y más de una vez se cansó y estuvo a punto de mandarnos al carajo», explica. No le gusta que le graben y menos tener a alguien encima horas y horas, «y yo cada vez quería grabar más y más», reconoce el director. Grabar hasta ser capaz de crear un clima único en el que el protagonista y su entorno se olvidasen de que tenían una cámara apuntándoles.

Madrid, una escultura

Antonio López arriba del cerro, vigila desde lo más alto y se apoya en un cayado, como un Moisés casi octogenario. Enfrente tiene a Madrid. La tiene en su paleta, en su cabeza. Es su sustrato. «Las ciudades son una expresión de lo que somos. Me gusta el Madrid sin historia, la arquitectura que no tiene firma. Lo que me interesa es cómo esas formas de la ciudad se acomodan al paisaje. Madrid es como una escultura gigantesca. Y luego está la luz del sol, un conjunto maravilloso para trabajar». Sincero, risueño, locuaz, maestro frente a los alumnos, cada una de sus reflexiones es un descubrimiento. «Trabajo en un cuadro hasta que me canso, hasta que se llena de esa sustancia. No me considero un pintor lento, sino alguien que tiene una forma de trabajar muy compleja», dice frente a la cámara. «Los interiores son esos lugares donde el hombre se mete, donde hace su vida personal», explica. Mientras desfilan delante de los ojos las mesas camilla, los calendarios sobre una pared con algún desconchón, la repisa del cuarto de baño, con la brocha de afeitar y el cepillo entre verde y azul que reposa no sabemos desde cuándo. El frigorífico, la ventana, puro Antonio López.

«Siempre he dibujado, pintado y hecho escultura. No solo soy un pintor, necesito la escultura. Desde joven pensaba en las distancias, los volúmenes, los huecos». En la fundición López parece que empequeñeciera, que se jibarizara al lado de ese hombre al que está pariendo a pedazos. Ahora un brazo, después una pierna, más tarde el torso. Un Frankenstein que no va a cobrar vida. Lo pule, trabaja sobre su figura mientras María Moreno, su mujer, le mira atenta. «Es una de las imágenes más entrañables del documental. Fue especial. Después de trabajar tanto tiempo te conviertes en uno más y puedes captar momentos tan singulares como esos», comenta el cineasta. Su hija María, que tanto recuerda en el físico al padre, le cuida, le pide que no se vaya en el Metro, pero el artista se sale con la suya. Dice Muñoz Avia que a Antonio López le cuesta ponerse delante de una cámara, «aunque una vez que el clima es propicio se abre. Él, cuando es verdaderamente feliz es pintando, saliendo a pintar al aire. Es como si le llevaran de excursión».

Es en la fundición donde de verdad ríe el artista. Lo hace tres veces. Y Muñoz Avia cree saber el motivo: «El proceso de elaboración de esa escultura concreta del hombre le resultó angustioso. No es un creador que esté acostumbrado a fechas límite y le quedaban dos semanas para llevarla al Museo Thyssen, lo que me permitió seguir todo el proceso y sé que le puso tremendamente nervioso y lo pasó mal. Cuando vio el final, que llegaba a tiempo, sintió una alegría inmensa. Antonio vive para el arte. Quiere trabajar, pintar y que le dejen en paz», señala. Justo lo contrario a lo que ha hecho él durante este tiempo.

La sinceridad del artista le ha permitido a su sobrino postizo algún descubrimiento. Cuenta López que empezó a pintar a los 13 años y que su tío, Antonio López Torres, otro pintor grande, tuvo mucha culpa de ello. Arrancó con lo más difícil, un vaso de vino. Pero el maestro le dijo un día que no copiara, que saliera a la calle a pintar del natural. Y ahí se fraguó la piel del artista. «A los 12 años empecé a dibujar. La vida entonces se hacía en la calle. En esos años tan negros si comías y recibías cariño era una vida feliz». Con eso se conformaba Antonio niño. Nació el 6 de enero de 1936 y a los seis meses cayó muy enfermo con una infección intestinal «que casi me manda al otro barrio. Hubo un momento en que pensaron que me había muerto. Y salí adelante», explica, un dato que Muñoz Avia no conocía y que ahora sale a la luz. Estudió contabilidad «y no me gustaba nada. Se me abrían las carnes», dice. Menos mal que su tío insistió con su padre en que le dejara ir por el camino de la pintura. A los 13 preparó su ingreso en la Academia de Bellas Artes. Las imágenes que ha reunido Muñoz Avia son impagables: el pintor de crío, muy niño, en esas fotos que tantas veces hemos visto en casa, el bebé serio sobre una piel, después ya jovencito, con la misma cara, el mismo gesto, la misma sonrisa que luce hoy. «Yo era el más joven de mi clase, el resto eran 4 o 5 años más mayores. Estuve cinco estudiando y salí con 19». A Mari, como él la llama desde siempre, la conoció en el último curso suyo y el primero de ella. «Qué bonito», deja escapar. Cuando acabó se fue a Tomelloso. Hizo el Servicio Militar y en 1961 se casó. Llegó la galería Juana Mordó y la posibilidad, como él mismo dice en «Apuntes del natural», de tener un futuro, de poder ofrecerle algo a su familia. Los años, pues, de Biosca. «Notaba que tenía que estar en Madrid, que era ahí donde estaba el porvenir».

Ha rescatado también el director algún fotograma de «El sol del membrillo», el filme que rodó Víctor Erice en 1992: «Lo vi el día del estreno en Cannes, y cada vez que lo veo..., no puedo. Me voy de la casa si alguien la está viendo. Y no es porque no me guste, es que no puedo verme. Quizá algún día pueda verla de nuevo, cuando tenga 90 años tal vez». Y Muñoz Avia sabe el motivo: «Es que él no puede ni verse en la pantalla, fíjate, con la cantidad de veces que puede salir por exposiciones, por homenajes. Se pone enfermo y no se soporta. A mí me ha dicho lo mismo, que quizá cuando sea mayor... Quién sabe».