La montaña mágica
Fue un tema recurrente y fetiche para el pintor
Si Cézanne hubiera nacido en este siglo diríamos que le gustaba practicar el senderismo. Con una montaña a la espalda, sólo o en compañía de amigos como Emile Zola, el pintor se echaba al monte. Por los caminos polvorientos avanzaba con brío hacia la montaña. Pero no hacia un macizo cualquiera. Cuando se instala en la Provenza, a principios de la década de 1880, decide seguir su propio camino desencantado de lo que ha devenido el impresionismo. La crítica le vapulea sin piedad y tacha su obra de «brutal, tosca, infantil y primitiva».
El paisaje es y se convierte en su fuente de inspiración. Su cuñado poseía una finca desde la que se veía la montaña de Sainte-Victoire, un macizo de poco más de mil metros de altura que se yergue en el paisaje de Aix-en-Provence. No le dedica un único cuadro, sino que lo versiona más de ochenta veces entre óleos y acuarelas (casi al cincuenta por ciento) y lo inmortaliza desde diferentes enclaves: el pueblo de Gardanne, la finca familiar de Jan de Bouffan, Le Lauves, Belleuve y Montbriant. El macizo se convierte para el ya maduro Paul en una suerte de imán, es su montaña mágica, el ejemplo más claro de que es posible lograr una compenetración total entre el pintor y un determinado paisaje. La evolución de su estilo corre pareja a la manera de pintar esta mole calcárea: al principio, el trazo es seguro, ocupa el centro de la composición, mientras que los árboles acompañan. La manera de pintar el cielo es bastante importante. Para Guillermo Solana, «los cuatro ejemplos que han sido prestados para la exposición son otras tantas joyas y en el lienzo procedente del Museo de Cleveland la majestuosidad de la mole es indiscutible». La paleta bascula entre los azules, los verdes de la vegetación y los colores sienas de la tierra, la que a él le gustaba pisar.
Gusta de encontrarse en contacto con la naturaleza en estado puro porque, como apunta Solana, «es un hombre que detesta la industrialización. Huye de todo aquellos que signifique progreso. En sus últimos años cada vez se mete más en el bosque. ya no le interesa para nada viajar a la ciudad, pone tierra de por medio. Cuando veía a la genta transitar por ella hablaba de «la invasión de los bípedos». A medida que la industrialización avanzaba, Cézanne se alejaba como alma que lleva el diablo. Se convierte en un conservacionista feroz». Tanto es así que llega a comentar en uno de sus paseos a Emile Bernard, justo al pie de la Sainte-Victoire: «Pensar que el guarro de Meunier quería instalar una fábrica para producir jabón». Su amigo Joachim Gasquet escribe, que, tras la muerte de la madre de Paul (y que acarrea la consiguiente división de la finca de Jan de Bouffan), «sus únicos amigos de verdad eran los árboles. Esos bosques estremecidos, esos puentes sobre pantanos, esos follajes profundos donde todas las gamas de verdes se atiborran de las savias del bosque, esos verdores lánguidos donde se reflejan todas las respiraciones del agua».
Que Cézanne influyó en Picasso no es novedad. ¿Le condicionó al malagueño la inmensa presencia de esta montaña? Rotundamente, sí, aunque jamás la representó en sus obras. Hasta tal punto que compró en 1958 el castillo de Vauvenargues cerca de la cara norte de la montaña mágica de Cézanne. Cuando su marchante le preguntó por la adquisición, el pintor dijo que había comprado la montaña de Sainte-Victoire. «¿Cuál de ellas?», le volvió a preguntar, aludiendo a la cantidad de versiones que había hecho e interesándose por la que tenía ya en su poder. «La original», fue su respuesta.
Disección del cuadro «La montaña Sainte-Victoire» (1904)
El macizo acapara la atención, aunque no esté en el centro de la composición. Delimita su figura una línea en azul oscuro. Su color se confunde con el del cielo.
La paleta es azulada con algunos toques de verde. El cielo es compacto y no hay nubes. El color domina absolutamente sobre la composición.
La composición, que está fechada en los primeros años del siglo XX, avanza ya los ecos de un cubismo que Cézanne adelanta con sus pinceles. La geometrización de la montaña y de la vegetación se deja sentir, se ve, se intuye. El padre de la vanguardia está llamando a la puerta.
Sus compañeros, inseparables, dos árboles, toman los dos extremos de la composición. Por la derecha, un arbusto frondoso. Por la izquierda, en un curioso encuadre y en primer plano, uno con pincelada suelta. Utiliza el pintor varios tonos de verde. El esqueleto, el tronco, del árbol se plantea con apenas unos trazos en negro.
El siena es el color que domina, la tierra es polvorienta, nos da la sensación de que Cézanne se manchaba los zapatos cada vez que subía al macizo de excursión. El pintor marca los volúmenes y cierra y enmarca perfectamente la composición. Esta es la vista frontal de Sainte-Victoire.