Arte

Maeght, el galerista que descubrió el universo Chillida

El museo recrea en una exposición el ambiente artístico que rodeó al marchante Aimé Maeght y que ayudó a fraguar la amistad entre Chillida, Calder, Miró, Tàpies o Braque

«Homme qui marche II», de Giacometti, junto a algunas piezas de Chillida
«Homme qui marche II», de Giacometti, junto a algunas piezas de ChillidaJavier Ors

Sus nombres suman diez. Con Chillida, once. No alcanzan la cifra redonda de los discípulos de Cristo, pero sin duda ellos fueron los profetas de la escultura contemporánea y los artistas que, de una manera o de otra, acabaron marcando el devenir de esta disciplina a lo largo del siglo XX. Un conjunto de creadores que comparten un denominador común. Todos en algún momento de su trayectoria estuvieron bajo la égida del marchante francés Aimé Maeght, un niño huérfano de la Primera Guerra Mundial que decidió suplir las notables carencias provenientes de la infancia improvisando a su alrededor una trama de vínculos afectivos con aquellos hombres que acabarían dotando de renovados y revolucionarios lenguajes plásticos a la centuria. Una familia que estaba hecha de curiosos investigadores de la materia y el espacio a los que él no solo ayudaría a impulsar sus carreras y difundir sus disruptivas estéticas a lo largo del tiempo, sino que tuvo la lúcida idea de reunirlos periódicamente en el sureste de Francia, en un lugar llamado Saint-Paul de Vence.

Uno de esos enclaves seleccionados por la historia destinado a convertirse en un privilegiado punto de encuentro de algunas de las principales «intelligentsias» creativas del arte y un emplazamiento de intercambio de dialécticas a lo largo de las décadas de los cincuenta y sesenta, y que, con el transcurso del calendario, acabaría también nutriéndose con obras de ellos. «Maeght tuvo la genialidad de juntar allí a una amplia nómina de escritores, filósofos y artistas», comenta el hijo de Eduardo Chillida, Luis. Él mismo bosqueja aquel excepcional ambiente de fraternidad, colaboración y talento: «Mi padre aseguraba que se hablaba mucho, pero sin llegar nunca a nada. Él comentaba que casi ninguno de ellos tenían hijos o como máximo uno, en cambio, él tenía varios. Pasábamos los meses de verano allí, porque el verano, para él, también era un momento de trabajo, aunque trabajara de una manera distinta al resto del año».

Dentro de la programación del cien aniversario del nacimiento del artista vasco, que se celebrará a lo largo de 2024 en distintas ciudades y con diferentes iniciativas, el Museo Chillada Leku exhibe por primera vez en la exposición en «Universo Maeght» diecisiete piezas procedentes de la Fundación del marchante, un edificio que funcionó también como residencia y casa de encuentros. Una ocasión que permite cotejar el discurso de influencias mutuas que existió en aquel peculiar grupo formado por Georges Braque, Alexander Calder, Alberto Giacometti, Pablo Palazuelo, Julio González, Jean Arp, Barbara Hepworth, Antoni Tàpies, Joan Miró o March Chagall.

El amigo más pequeño

Eduardo Chillida, al que Maeght apodó cariñosamente «Mon petit» desde que lo conoció, era el más joven de aquel grupo de rotundas personalidades. Entró en contacto con ellos durante su estancia en París entre 1948 y 1951, gracias a la intercesión de uno de sus más cercanos amigos junto a Miró y Tàpies: Palazuelo. La exposición, formada por esculturas, cuadros, dibujos y litografías de cada uno de ellos, evoca ese mundo de ayer y lo retrata a través de una colección de fotografías que revelan el juego de confabulaciones y complicidades que los unía. El recorrido que traban las piezas no solo supone un acertada glosa de las grandes propuestas que animaron el panorama artístico de aquella etapa. También supone una oportunidad excepcional para observar la relaciones artísticas que existían entre ellos.

Se puede cotejar así «Homme qui marche II», una escultura adelgazada de gravedades, ejecutada por Giacometti -obra que se presta por primera vez- con «Homenaje a Braque», una forja de 1990 que Chillida dedicó al francés -los dos se admiraban y los dos se intercambiaron obras y, precisamente, el cuadro que el pintor le dedicó está presente en el recorrido junto a dos esculturas suyas-. Pero también se puede confrontar «Lotura XXXII», un acero de 62 toneladas de peso, la más pesada de Chillida, con «Morning Cabweb», una escultura bien aposentada en el suelo hecha por Calder, artista con el que compartía enorme simpatía y que está presente también a través de dos móviles de factura ligera. O el paradójico «Le pépin géant», de Jean Arp, que parece regatear cualquier posiblidad de solidez, supone ahora un oportuno contrapunto con «Lugar de encuentros IV», que el Museo de Bellas Artes de Bilbao ha prestado temporalmente a Chillida Leku.

La muestra permite observar los puntos de contacto que Chillida sostiene con «Figure», de Barbara Hepworth, o con «Daphné», de Julio González, y corroborar que el arte es evolutivo, pero multidireccional y salpicado de influjos y autoridades. «Lo que incitó el encuentro entre estos artistas fueron profundas reflexiones, planteamientos renovados y dudas, que es con lo que se nutre un artista», asegura Mikel, nieto de Chillida. Pero, probablemente, también es el incipiente, aunque abstracto material, con el que se comienza a tallar una pieza.