Lola Flores, un mito imposible de replicar
En el centenario de la Faraona, el eco del taconeo de María Dolores Flores Ruiz sigue sonando con fuerza
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Mirarla era enfrentarse a la gravedad de la naturaleza, a la hondura de la especie. Era constatar que hay presencias poderosísimas que lo cuentan todo sin necesidad de decir nada. Pero es que ella, además, era incapaz de callarse. Y entonces, la penetrante esfinge, la Faraona, dueña de uno de esos rostros que, a la tiránica manera del mar o el fuego, te golpean, te secuestran y anulan tu voluntad, daba paso a un vendaval que no había forma de aquietar. Quienes la han visto en televisión saben que no exagero. En carne viva era un artefacto explosivo que podía accionarse en cualquier momento. Miraba con aquellos ojos negros que tenían el efecto de dos puñales, como si buscara atravesar el objeto escogido, y cuando alzaba la voz parecía que un trueno había acudido, obediente, a su llamada. Se sabe que casi siempre decía lo que pensaba, que rara vez dudó, que jamás gastó eufemismos ni circunloquios y que caminaba cada día bajo la luz de una sola certeza: ante un estímulo que atente contra uno, la respuesta debe ser instantánea y feroz.
No es imposible pero sí muy poco probable que pueda surgir otra mujer como ella, puesto que cobró hechuras de leyenda en un período de nuestra historia que ojalá nunca retorne. Tendrían que confluir unas circunstancias como las que se dieron en los duros años de la posguerra para que una muchacha, propulsada por un cóctel de hambre, vocación y perseverancia, de extremada fe en sí misma, consiguiese que su voz sonara una o dos notas por encima de la del resto y fuera entronizada de manera casi unánime. Aquí se puede echar mano del tópico, del lugar común, y sentenciar que, dado lo extraordinario de su discurso artístico, Lola Flores es irrepetible. ¿Rosalía, oigo por ahí? No, por el amor de Dios. Estoy hablando de la furia y la sed, no de lo que la industria del espectáculo puede llegar a conseguir a partir de una buena materia prima y una ambición sin bridas. Porque Lola Flores no tuvo otro apoyo que el de su voluntad titánica. Fue un depredador que siempre se adaptó al medio.
La historia la ha esculpido como un huracán invencible, cuyo éxito residía justamente en eso. Que no cantaba ni bailaba de forma magistral, pero nadie como ella supo obtener tanto con tan poco porque nadie contó con su impronta arrolladora ni su amor propio. Esa lectura, aun teniendo un trozo de verdad, es injusta. Cierto es que no bailaba como Carmen Amaya ni cantaba como la Jurado, pero es incontestable que sabía bailar y cantar, que conocía la técnica, que poseía los fundamentos del oficio. Solo que, consciente de ello, desoía los despóticos manuales y a una y otra disciplinas les imprimía su personalidad en llamas, su disparatada huella digital, y las convertía en pura esencia Lola Flores. Sin contar con que muy pocas artistas tuvieron sus ovarios, su lengua, su bizarría y esa capacidad de autoestímulo que le permitía ver siempre el vaso a rebosar, por más que la actuación o la película hubiesen sido desastrosas.
En los tratados de flamenco su nombre no alcanza el lugar que merece porque los árboles de su tremendismo, de su vena acusadamente folclórica, de su amor desmedido por el parné y de sus variados excesos impidieron ver el bosque de su genialidad. Sirva como ejemplo los recelos de Carlos Saura antes de decidirse a incluirla en su película documental "Sevillanas". Sin embargo, cuando la vio ejecutar su número quedó sobrecogido por esa mezcla de belleza y fuerza, de magnetismo y aplomo. De precisión, en suma. Si no la han visto, les recomiendo casi con violencia que lo hagan. Ya que ahí la artista ofrece un recital de arte químicamente puro.
[[DEST:L|||"Las hay mejores que yo, pero como yo ninguna"|||Lola Flores]]
Y qué no hizo esa madre sacrificadísima por sus hijos, qué no sufrió por sus pesares. Esa madre superlativa, entre la España profunda y el neorrealismo italiano, que si para allanarles el camino hubiese tenido que mover una montaña con sus propias manos, lo habría hecho sin dudarlo. Porque en su limitado pero infalible vocabulario de mujer hecha a sí misma, de triunfadora a fuerza de creer en la calidad de sus dones, de saber que con lo puesto le sobraba para derribar a los sucesivos Goliat de la necesidad, la competencia y la envidia, la palabra imposible no tenía cabida. El que quiere puede. La voluntad dinamita cualquier escollo. Cree en ti mismo y coronarás la cima del mundo. Todas esas frases, que parecen robadas de un libro de autoayuda, ella las puso en práctica cada día de su vida, a cada segundo. Una vida que fue una sobredosis constante de talento y esfuerzo, o viceversa. En una ráfaga de lucidez y autoafirmación, clamó: “Las hay mejores que yo. Pero como yo, ninguna”. Y así, sin recurrir a la hipérbole, fue como trazó el mejor retrato que se ha hecho nunca de Lola Flores. Cien años han transcurrido ya desde su nacimiento, veintiocho desde su desaparición física, material, terrenal. Porque su figura inmensa continúa en pie. Y lo que te rondaré, morenaza.