La caída de Cataluña en 1939: ¿el fin de la República?
Tras la batalla del Ebro, Franco lanzó una ofensiva para llegar al Mediterráneo. El Ejército republicano convirtió esas semanas en un auténtico infierno.
Madrid Creada:
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El año 1938 fue crucial para la derrota del bando gubernamental durante la Guerra Civil española. La batalla de Teruel, el avance franquista hasta el mar y, sobre todo, la batalla del Ebro, tuvieron un coste en efectivos y medios que, si bien fue similar para ambos bandos, el Ejército Popular no se podía permitir. La pérdida de la industria del norte en 1937 y el bloqueo internacional tuvieron como consecuencia una grave carestía de armas para la república, cuyos combatientes carecían de uniformes, calzado e incluso alimentos. Y esto no era lo peor. La batalla del Ebro había desangrado a las mejores unidades republicanas, como el V Cuerpo de Ejército de Enrique Líster, cuyas divisiones eran una sombra de lo que habían sido.
Para paliar la falta de combatientes el Gobierno tuvo que llamar al combate a muchachos muy jóvenes, la llamada «quinta del biberón». Baste indicar, a modo de comparación, que mientras que los rebeldes solo movilizaron a quince quintas, los republicanos enviaron a filas a veintitrés. En diciembre de 1938, tras su victoria en el Ebro, la iniciativa recayó en la jefatura rebelde y esta eligió conquistar Cataluña, sede del Gobierno republicano y territorio de gran importancia por sus recursos industriales y poblacionales y por su contacto con la frontera francesa. Sin embargo, tampoco el ejército sublevado se hallaba en las buenas condiciones, hasta tal punto que algunos de sus mandos avisaron de que carecían del personal, el material, la artillería y los vehículos suficientes para alcanzar los objetivos indicados «con la rapidez y precisión que el mando deseara», según el general Juan Yagüe. Al final, la operación que comenzó el 23 de diciembre no fue, al menos en sus primeros compases, la ofensiva veloz y contundente que el generalísimo Francisco Franco y el jefe del Ejército del Norte Fidel Dávila habían esperado.
Los combates de los primeros días, bajo la nieve y la lluvia, fueron muy duros. La ofensiva desde la cabeza de puente de Tremp, sobre el río Segre, se enfrentó a un terreno montañoso y difícil donde, a pesar de las densas preparaciones de artillería implementadas por los franquistas, los soldados ganaron y defendieron posiciones con bajas importantes. Tampoco el ataque que se inició más al sur, desde la cabeza de puente de Seròs, también sobre el Segre, tuvo más suerte, pues aunque allí el avance inicial fue algo más rápido, pronto quedaron estancados. Lo cierto es que el Ejército republicano, a pesar de sus carencias, plantó cara y contraatacó siempre que tuvo ocasión, convirtiendo aquellas dos primeras semanas de ofensiva en un infierno.
El 7 de enero se inició un nuevo ciclo, las operaciones empezaron a ganar velocidad y, aunque los defensores siguieron resistiendo con ahínco, empezó a notarse el desgaste, la pérdida de moral. El 15 de enero los franquistas entraron en Tarragona, y el 26 tomaban Sabadell y Barcelona, ciudad que había sido abandonada unos días antes por el Gobierno. Nada más tomar la Ciudad Condal, los vencedores escenificaron su victoria con desfiles, masas de ciudadanos –entre ellos numerosos franquistas que se habían mantenido ocultos hasta entonces o que habían espiado y ejercido de quinta columna–, festejando la «liberación» y misas en las plazas. La cara oculta fue la represión de quienes se habían mostrado a favor del Gobierno legal, buscados, señalados y detenidos por el nuevo poder.
Entretanto, fuera de la ciudad se desarrollaba una triple tragedia: la de los restos de una fuerza militar que trataba de defender sus últimas posiciones; la de un Gobierno que se descomponía y la de una población que huía despavorida camino de la frontera gala de las probables represalias de los vencedores. Los mandos y soldados del Ejército Popular fueron incapaces ya de oponerse a fuerzas enemigas, que les superaban en número y organización y que los acometían por todas partes, y aun así los franquistas iban a necesitar dos semanas más para llegar hasta la frontera.
Ni tan siquiera los miembros del Gobierno parecían tenerlo claro, pues mientras Manuel Azaña, presidente de la República, llegaba a la conclusión de que la lucha debía cesar, sobre todo desde que Francia y el Reino Unido reconocieron al Gobierno de Burgos; Juan Negrín, presidente del Consejo de Ministros, quería seguir con la guerra hasta que estallara la contienda europea cuyos nubarrones se alzaban ya sobre el horizonte. Entretanto, gracias al sacrificio de los últimos defensores de Cataluña, medio millón de personas, civiles y militares, cruzaron la frontera francesa para enfrentarse a nuevos sufrimientos: los terribles campos en los que fueron hacinados primero, y el regreso a España o una nueva guerra, esta vez mundial, que iba a estallar unos meses más tarde, después.