No es nada nuevo para nadie que el movimiento «woke» tiene, entre sus rasgos más comunes, la imperiosa necesidad de
censurar el contenido que considera inadecuado. Más aún si esto es formación o contenido periodístico. Así, durante los últimos años, se ha vuelto cada vez más común que profesores, periodistas o hasta medios de comunicación completos, habitualmente conservadores,
sean obligados a acabar con su actividad.Muchos, por su aplicación en contextos académicos y mediáticos, ven en el «wokismo» un vehículo inadvertido para la censura, apoyando sus actitudes en el supuesto derecho a la «comodidad» y la tendencia hacia el adanismo, es decir, creer que han descubierto por primera vez los problemas sociales. Y es que autores como Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su libro «The Coddling of the American Mind» (2018), identifican la doctrina del DEI (Acrónimo de Diversidad, Equidad e Inclusión), base del movimiento «woke», como una consecuencia de una serie de planteamientos excesivamente basados en los propios sentimientos.
Según su forma de verlo, el movimiento «woke» puede surgir por ciertas peticiones lógicas, a saber, la igualdad o la libertad, pero en manos de unas percepciones especialmente susceptibles se vuelve incontrolable y censor. De acuerdo con su forma de verlo, la emocionalidad ha tomado el control de las acciones políticas dentro de este movimiento, lo que lleva necesariamente a que, si te sientes mal, no puede estar bien. Incluso cuando esto se produce a sazón de una discusión sobre un aspecto político o moral. En resumen, la emocionalidad del movimiento «woke» impulsa la idea de eliminar y suprimir todo aquello que te hace «sentir que no estás seguro» en palabras de los autores.
De la misma manera, se crea una idea falsa del «nosotros contra «ellos», pues si no defiendes la justicia y hacer que la gente se sienta bien a cualquier coste, debes ser necesariamente una mala persona. Esto ha llevado a la una sensación de sobreprotección y caza de brujas por parte de las personas de este movimiento. Así lo piensa también
Mark Fisher, quien en su ensayo «Exiting The Vampire Castle» (2013) recalca que el movimiento ha ido evolucionando a una suerte de nueva inquisición bienintencionada.
Que en ningún caso clamará por la censura, sino por la «protección» o el progreso. E incluso entre sus miembros, existirá constantemente una «paralizante sensación de culpa y sospecha» ante cualquier idea que supuestamente se oponga a la realidad que se pretende transmitir y construir.
Así que esta censura nunca es censura, sino evitar el «discurso de odio», expresión cada vez más baladí y utilizada. Bajo este paraguas se enmarca cualquier tipo de declaración o información que no case dentro de la estructura mental de lo «woke». La censura es libertad, de alguna extraña manera, y aquellos que difunden contenido contrario a lo «woke» son malvados, en última instancia. La censura no es entonces censura, sino una noble causa para proteger
los derechos básicos, las minorías o cualesquiera otras causas.
Esto se ha comprobado mucho en los ámbitos universitarios, donde el movimiento es más fuerte. Profesores como K.C Johnson o Suzanne Whitten han publicado artículos académicos en los que expresaban que estos centros de estudio y «espacios seguros», en su jerga, supuestamente ideados para que las minorías no se sintiesen atacadas, se habían convertido en cámaras de eco y radicalización, organizados para «suprimir la disidencia y la mayoría de los puntos de vista» en nombre de la seguridad.
[[H2:El «adanismo woke»]]
Lo cierto es que este discurso se ha enlazado también, más allá de esas grandes causas, a un «adanismo» galopante. Es decir, la creencia de que ellos han despertado-«woke», en inglés, de ahí el nombre del movimiento- ante las injusticias sociales por primera vez. Por lo mismo, existe una clara desconfianza ante la gente que sigue «dormida» ante las injusticias, sea por desconocimiento o por influencias externas, que les impiden ver cómo es en verdad el mundo.
Por tal motivo, existe una fuerte hostilidad hacia los profesores y los medios de comunicación, a los que se considera culpables de difundir ideas erróneas entre las personas para continuar con la opresión. Randall Kennedy, en su libro «Nigger: The Strange Career of a Troublesome Word» (2002), afirma que la expresión «stay woke» comenzó a utilizarse a fines del siglo XX para exhortar a las personas negras a «permanecer vigilantes» ante la discriminación racial y la opresión sistémica. Pues, según la forma de verlo del movimiento, existe de una serie de constantes opresiones, unas sobre otras, que pueden pasar por alto si no estamos constantemente alerta.
En «Stay Woke: A People’s Guide to Making All Black Lives Matter» (2020), de Tehama Lopez Bunyasi y Candis Watts Smith, uno de los más importantes libros recientes del movimiento, se explora que lo «woke» busca desmantelar todas las formas de opresión interconectadas y hacer despertar a la gente de su letargo inducido. Aquí, por ejemplo, se puede observar ya la desconfianza hacia todas aquellas informaciones que busquen oponerse a este «despertar».
Bajo las mismas ideas se ha cargado contra los medios de comunicación, acusados de confundir a la población y «obligarles» a tener ideas contrarias a la lógica. La justicia social, según su forma de verlo. Suzanne Nossel, directora ejecutiva de PEN América, ha advertido sobre el peligro de «una izquierda que se ha vuelto intolerante con el disenso y propensa a callar las voces heterodoxas», sobre todo en los medios de comunicación, que han sufrido un acoso constante por parte de los miembros del movimiento «woke».
La periodista conservadora Megyn Kelly denunció haber sido despedida de NBC por comentarios inofensivos sobre el uso del «blackface» en celebraciones de Halloween, comentarios que fueron tergiversados como supuestamente racistas. Figuras liberales- de izquierda, en Estados Unidos- como el lingüista John McWhorter, han calificado estos ataques de «histeria moral».
Pero lo más preocupante ha sido el miedo instaurado en las redacciones de los medios de comunicación. Bari Weiss, ex editora del New York Times, afirmaba que tuvo que renunciar a su puesto por la censura instaurada en el periódico, como en muchos otros. Una censura que se debía principalmente al miedo a dar ciertas informaciones por las posibles reacciones de la gente. Lo mismo afirmaba Kathleen Kingsbury, editora de opinión de The Times, que dijo a CNN en 2021 que era común censurar informaciones y columnas para evitar posibles polémicas, y que algunas «cumplían los requisitos» y otras no.
Ahora bien, este fenómeno no se queda solo en Estados Unidos, o en el mundo anglosajón, pues el movimiento «woke» se ha expandido sin pausa por todo occidente, sobre todo en sus técnicas discursivas. Y es que, en nuestro propio país, de un tiempo a esta parte, hemos comenzado a ver sucesos similares, sobre todo en relación con los medios de comunicación. De ahí al señalamiento del mismo presidente del Gobierno. Numerosos periodistas han sido cancelados, por utilizar la jerga propia, en redes sociales y la vida común. Siempre bajo el mismo mensaje, la protección de la democracia, los valores de la justicia social o a la protección de las minorías. Y no hablamos de claros extremistas, sino de periodistas que dan informaciones contrarias a su cosmovisión.
Así, hasta gente de «izquierda» en sus propias palabras, como Juan Soto Ivars, han sufrido el acoso sistemático. El miedo ha sido tal, que, en el informe de la APM sobre condiciones de la profesión periodística de 2022, el 50% por ciento de los profesionales afirma haber realizado autocensura. Un 24% de los encuestados, afirmaba haber cedido por miedo a las posibles consecuencias sociales o el señalamiento, principalmente en redes sociales. Y un 47% afirmaba haberlo hecho por miedo a posibles señalamientos por parte de políticos o actores sociales que les atacasen o señalasen. Y es que el discurso de la protección de las minorías y la lógica del «nosotros y el «ellos» en una supuesta lucha por los derechos, ha calado fuerte en territorio patrio.
Y hasta partidos políticos asociados a estas ideas, como Podemos, piden una ley de control mediático bajo las mismas excusas. Una supuesta protección de la integridad democrática y de los derechos civiles que se verían amenazados por la prensa. El movimiento woke, en sus bases sentimentales y su lógica de combate, estaría imponiendo una censura a la creación y la información. Una censura en nombre de los derechos y la justicia, pero, en última instancia, una amenaza a la libertad de prensa.
La autocensura periodística
Uno de los mayores problemas que se puede derivar de esto es la autocensura de los propios periodistas. Profesionales con miedo a dar ciertas informaciones por las posibles consecuencias que tendría para ellos. James L Gibson y Joseph L Sutherland publicaron este pasado 2023 su estudio titulado «Keeping Your Mouth Shut: Spiraling Self-Censorship in the United States» en el que se revelaba que la mayoría de los periodistas norteamericanos había dejado de publicar informaciones por miedo a ser señalados como malas personas y ser aislados de su sociedad.
Un efecto que ha causado una pérdida de calidad en la prensa. Lo mismo ocurre en España, y ya algunas voces advertían de que «hay mucho miedo y autocensura en las redacciones españolas». Cosa que se confirma al observar los informes anuales de la APM sobre la profesión periodística, en el que la mayoría de los profesionales afirma haber practicado cierta autocensura para evitar señalamientos públicos, sobre todo a través de las redes sociales y plataformas similares.