Cargando...
Sección patrocinada por

Aniversario literario

Charles Bukowski: decadencia vital y vivacidad poética

Las tres décadas que han pasado desde la muerte del escritor alemán no han hecho más que acrecentar un constatable interés por su obra y el considerable aumento de ventas de sus libros de poesía

Charles Bukowski fuma en el programa 'Apostrophes', dirigido por Bernard Pivot en el canal francés Antenne 2 Antenne 2La Razón

Fiel a la idea de que el genio penetra en lo profundo tomando un camino sencillo, siendo el mayor discípulo de la frase de Hemingway «Escribe la frase más sincera que puedas», Charles Bukowski escribió poemas como si, en algún lugar bar del este de Hollywood, pudiéramos compartir con él una mesa cara a cara. Porque, en realidad, sus lectores son oyentes del relato de su vida diseminado en novelas, cuentos, poemas y diarios, así que es difícil buscar al autor germano-californiano (se trasladó a los tres años a Estados Unidos)en los manuales ortodoxos de la historia de la literatura. Tampoco se le hallará entre los miembros de la Generación Beat, a la que se le asoció sin ser partícipe del grupo que formaban Allen Ginsberg, Jack Kerouac o William Burroughs. La camaradería de estos no casaba con su espíritu solitario.

A Bukowski hay que descubrirlo entre los lectores sin prejuicios, desobedientes de todo lo que proceda de la crítica oficial. Por eso sigue siendo el rey de lo «underground», de la rebeldía y del erotismo literario moderno. Así lo entendió Gregorio Morales, que lo incluyó en su «Antología de la literatura erótica (1998)» destacando su actitud subversiva: «Sólo quien renuncia a las comodidades y cantos de cisne de la sociedad contemporánea puede ser el héroe. En este mundo donde todo es imagen y publicidad, Bukowski opta por la verdad». Y la verdad es insoportable y hermosa, prosaica y poética: siempre los extremos para «saber atravesar el fuego», pues sólo así se obtiene la sinceridad necesaria en una comunicación que tuvo resultados tan ricos como los poemas escritos entre 1970 y 1990 y que recibieron ese título que hacíamos asomar: «Lo más importante es saber atravesar el fuego».

Bukowski pone a hablar a un sujeto poético desde las calles de Los Ángeles, aunque el suyo tiene nombre y apellido: Henry Chinasky, el «alter ego» que ideó para su primer libro, la novela «Cartero» (1971), inspirado en Arturo Bandini, la máscara literaria de su escritor predilecto, John Fante, otro marginal de L.A. que le ayudó a convencerse de que un libro podía nacer de las entrañas gracias a la lectura, en su juventud mísera y ya alcoholizada, de «Pregúntale al polvo, Bandini». En plena Gran Depresión, Bukowski ya había decidido estar borracho siempre y escribir narrativa. La poesía vendría después, tras ingresar en el hospital con una úlcera de estómago a los treinta y cinco años. El tono coloquial propio de sus narraciones iba a concretarse en una puntuación alocada que evitaba las mayúsculas y encadenaba fuertes encabalgamientos en versos libres.

Pulsión autodestructiva

La más dura y autodestructiva vida acabará constituyendo la mejor fuente para sus escritos, que reflejan el alcohol diario, el guiño suicida, la muerte buscada y al final evitada por mera suerte o tras una reacción irónica hacia la propia calamidad. Ya en sus primeros peregrinajes por Estados Unidos, para huir del ambiente represivo de sus padres y su absoluta inadaptación a todo ámbito estudiantil o laboral, estuvo a punto de morir de inanición, habiendo perdido casi treinta kilos, cuando vivía en la más pura miseria. «Tenía un pan de molde cortado y tomaba una rebanada al día, seguida de un bocado de una barra de dulce Payday», cuenta su biógrafo Barry Miles al reseñar un momento aciago que el autor protagonizó en una pensión de mala muerte de Atlanta en la que, de repente, vio un cable eléctrico que colgaba del techo y casi lo agarró para electrocutarse.

Tal impulso autohomicida no lo abandonará nunca. En 1951, conviviendo con una mujer de la calle llamada Jane, juerguista y alcohólica, con la que discutía agresivamente y sufriría varios desalojos por beber demasiado y hacer ruido tras las denuncias de diversos vecinos, «parece ser que llevó a cabo un par de tentativas de quitarse la vida poco entusiastas durante ese periodo», en el cual «el talante de Bukowski fluctuaba entre el júbilo beodo y la depresión suicida», apunta Miles. Cuatro años más tarde, su cuerpo se resiente del alcohol y un día despierta sangrando por la boca y el ano; una ambulancia lo lleva a una sala de beneficencia del hospital general de Los Ángeles y le hacen varias transfusiones de sangre con un pronóstico claro: otra hemorragia, provocada por el consumo de alcohol, le matará.

Pero para Bukowski abstenerse del whisky, el vino o la cerveza va a resultar imposible: era el combustible, la excusa, para no terminar por suicidarse. En una entrevista de 1990, habló de que «la bebida no es una forma lenta de suicidio sino una fuerza disuasoria contra el mismo. Es la única diversión que se les permite. El último milagro barato y fácil de conseguir. Cuando llegaba del matadero o de la fábrica, aquella botella de vino era mi salvación». Luego vendría otra hemorragia como la anterior, que estalló un día de 1965 en que vomitó medio litro de sangre, en una época en que vivía con su mujer Frances y tenía una niña, Marina, de un año. Todo lo dicho acabará por convertirse en asunto poético. Porque leer su poesía significa adentrarse en lo cotidiano de la memoria de su vida, aquellos pequeños gestos que lo dicen todo: el padre ejemplifica la agresividad doméstica constante en la infancia y la adolescencia, como se ve en el libro «Lo más importante es saber atravesar el fuego»: «el mundo no tenía ningún sentido / para mí» (poema «Pershing Square, Los Ángeles, 1939»); la juventud, plagada de ignominiosos empleos, tiene su reflejo poético en «Mi gran momento», y de este modo hasta la temprana vejez que proporciona la lucidez del alcohol y un entorno lleno de prostitutas, asesinos de barrio, vagabundos, locos y drogadictos. «He nacido para vivir con los desahuciados», dice en «El significado de todo».

En paralelo, Bukowski se entretiene poetizando su devoción por la música clásica –como en «Unas notas sobre Bach y Haydn»–, los perros, algunos poetas –«A Lorca lo mataron en la cuneta pero aquí / en América los poetas nunca han cabreado a nadie. / los poetas no arriesgan»(«Agresión»)–, las apuestas en el hipódromo y los recitales al que era invitado con frecuencia. El resto es pura decadencia con las mujeres («Amor desaliñado»), escepticismo frente al arte, el cual «no ha mejorado la vida tal como / debiera» («Poema navideño para un tipo en chirona») y un hastío permanente. En fin, sus poemas no cesan de aparecer en numerosas ediciones que han ido colmando las librerías en español durante los últimos lustros, invitándonos a que en la brusquedad, se pueda encontrar la belleza, y en la sinceridad sin tapujos, una forma de vida y escritura.

La vida poética

Podría decirse que Bukowski es un superventas de poesía y el escritor descarado por antonomasia del siglo XX. También esto ocurre con su narrativa, a menudo compuesta, como en «La máquina de follar» (1974), por relatos humorísticos, de imaginación delirante, pornografía zafia y trasfondo decadente, si bien fue en la poesía donde dio un paso más allá en la interpretación de esa realidad monótona, desgraciada y vulgar que no se cansó de explotar en cada página. Bukowski empezó a escribir poesía en ese punto de inflexión que sufrió su salud, en la mitad de la treintena –el mismo momento en que inició su obsesiva afición de apostar en los hipódromos–, y toda su trayectoria, muy prolífica, la tiene a disposición el lector en español.

En todos sus poemas, una simple observación –la actitud de su casera, un perro que no defeca, ir a recoger el correo– se convierte en materia poética, y toda la existencia se llena de estupidez, gracia, demencia, escatología. En suma, el poeta tuvo una destacable y evidente capacidad intrínseca para, en «Poemas de la última noche de la Tierra», traer al presente viejas experiencias de sus días en los bares, la convivencia con mujeres tan alocadas como él, la lucidez que proporciona el alcohol y la música clásica, el eterno consuelo que significa la escritura. Y es que, como dijo en «Shakespeare nunca lo hizo», la crónica de un viaje en 1978 a Francia y Alemania: «Yo no era un hombre que pensara, yo me movía por lo que sentía y mis sentimientos se dirigían a los lisiados, a los torturados, a los condenados y a los perdidos, no por compasión sino por camaradería, porque yo era uno de ellos, perdido, confuso, indecente, miserable, miedoso y cobarde».