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Isabel Coixet firma con “El techo amarillo” un documental ejemplar sobre abusos sexuales: “Ya estoy harta de la glorificación de un tipo de agresor”

La cineasta catalana se sirve de las herramientas del formato documental para denunciar los abusos sexuales que sufrieron las exalumnas del Aula de Teatro de Lleida en “El techo amarillo”, un enorme documento testimonial del túnel del terror vivido por un grupo de mujeres en el seno del templo de la dramaturgia
Marta MoleónMarta Moleón
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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No le gustan en exceso los besos, los abrazos y en general todas esas muestras de afecto socialmente aceptadas que tienen que ver con el porcentaje de contacto físico asumible por un solo individuo, pero si hay algo en lo que Isabel Coixet confía, además de en la vida secreta que esconden las palabras, es en el progresivo despertar combativo de las mujeres, en la capacidad contemporánea de señalamiento justificado, de denuncia, de revelamiento, de acusación fundada, de grito acreditado, en la potestad para no callarse, para no guardar silencio, para no perpetuar nuestra figura de sujeto histórico pasivo.
“Las mujeres están nombrando las cosas y están preparadas para identificarlas, la cuestión es si los hombres también lo están”, asegura la personalísima y curtida cineasta, autora de títulos tan sensiblemente nutritivos como “Mi vida si mí”, “Mapa de los sonidos de Tokio”, “Cosas que nunca te dije”, “Ayer no termina nunca” o “Nadie quiere la noche” durante la entrevista que mantenemos con ella en una de las salas de cine de los Renoir con motivo del estreno “El techo amarillo”, una suerte de delicado pasadizo del horror en forma de documental donde la autora relata a través del testimonio de las víctimas (ahora exalumnas), los casos de abusos sexuales continuados, ejercidos mediante un patrón de comportamiento revestido de naturalidad, sutileza y romantización muy similar en la mayoría de los casos, que se produjeron en el seno del Aula de Teatro de Lleida durante más de veinte años por parte de Antonio Gómez, uno de los profesores, posteriormente nombrado director del centro.
Los cuatro minutos de ovación al grito de “yo sí te creo” tras finalizar la proyección en el Teatro Victoria Eugenia en el marco de la pasada edición del Festival de San Sebastián dan buena cuenta de la dimensión social y emocional que supone su estreno hoy en las salas españolas. Sin incurrir en la narración sensacionalista de los hechos, una de las chicas cuenta en la parte inicial del documental cómo Antonio, después de acostarse con ella, le dijo en un rapto autoindulgente y al mismo tiempo, de responsabilización maquiavela: “no tenía que haber dejado que esto pasara”, como si el sujeto que había propiciado la situación fuese ella. Desgraciadamente, pasó. Y pasó, pasó, pasó y volvió a pasar durante veinte años, con diferentes chicas, en diferentes momentos, en diferentes lugares, con diferentes pretextos, pero siempre desde una posición de poder privilegiada, con una promesa de mejora en la boca y aprovechándose de la vulnerabilidad y el balanceo biológico y formativo de unas adolescentes. Ahora, como subraya la directora, todo el mundo las cree, pero el problema reside en que nunca debimos permitir como sociedad que no fuera así desde el principio.
¿En qué momento sientes que el periodismo resulta insuficiente para contar todo lo que había pasado? ¿Cuándo percibes que hay algo más grande?
El artículo que dio origen a este documental, era un documento maravilloso, estaba muy bien escrito, muy bien documentado, pero es verdad que cuando lo leí tuve la sensación de que me faltaba algo. En estos textos no salían sus fotos, eran solo iniciales y aunque entiendo que en ese momento no quisieran darlos y lo entiendo perfectamente, sentía que había tanta fuerza en esos testimonios que necesitaba saber cómo eran sus caras, cómo eran estas mujeres, y me preguntaba por qué nosotras siempre tenemos que sentir esta vergüenza a la hora de verbalizar las cosas, cuando para mí era clarísimo que lo que contaban que había pasado, había ocurrido, que el hecho de que los abusos hubieran prescrito cuando se denunciaron no significaba que no hubieran sucedido. Me parecía además que había alrededor de la trama una connivencia de silencio que me parecía increíble. ¿Cómo es posible que el entorno haya callado, que esto se haya silenciado? ¿Que se las ponga en tela de juicio? Este documental nace esencialmente de la indignación, de la rabia y de la incredulidad que me producía el hecho de que a estas mujeres se les pudiera estar discutiendo. Solamente en el testimonio que dio origen al docu, que es “El techo amarillo”, un texto que escribió Cristina cuando tenía quince años justo el día siguiente a que el profesor este que había conocido desde los cuatro años se las ingeniera para en una excursión, hacer que compartiera la cama con él. Me tocó mucho ese texto y sabía que tenía que profundizar.
¿A qué se debe la decisión de no ficcionar el hecho en sí?
La primera vez que hablé con las chicas sabía algo que quería hacer, que quería contar, pero no tenía claro cómo iba a hacerlo. Pensé al principio en una ficción pero después sentí que eso no iba a reflejar el componente genuino, auténtico que yo experimenté cuando las vi y las escuché. Necesitaban ser escuchadas porque había un componente injusto en todo ese ejercicio de revictimización que supone el hecho de que toda la gente te ponga en tela de juicio que necesitaba desmontar. Cosa que si lo piensas, también es triste. Porque ahora todo el mundo las cree, pero no siempre fue así. En un mundo ideal no haría falta que alguien hiciera un documental para que la gente crea en la verdad de las cosas. Pero bueno, las cosas suceden cuando suceden.
De la misma forma que se alude al pretexto durante el documental de que en el teatro había una tendencia a tocarse, a besarse, a propiciar el contacto entre actores, ¿has vivido como cineasta situaciones incómodas dentro del mundo del cine?
Bueno es que lo difícil en este caso sería pensar en alguna mujer que no haya vivido esta situación. Señálame alguna. Desde el momento en el que eres una niña de diez años y vas con tu madre en el autobús y notas cómo alguien se frota detrás tuyo. Abusos de poder ha habido muchísimos, pero, por ejemplo, yo soy una persona cero besucona y cero tocona, desde pequeña he sido muy “Grinch” y siempre ha habido muchos ámbitos profesionales en los que la gente tiende al contacto, por eso este argumento de la fina línea en el teatro o en el cine siempre me ha parecido absurdo. Vamos a ver, que yo he dirigido a grandes actores en escenas de sexo sin ningún problema en donde tenía que parecer que los protagonistas llevaban siete horas follando sin tener que haberlo hecho previamente. La magia justamente del teatro o el cine, de la ficción, es que no hace falta. He rodado escenas de masturbación y jamás le he pedido a una actriz o a un actor que se masturbe. Nuestro trabajo consiste en que las cosas sean verosímiles y en encontrar la verdad en algo que es falso y ahí está la belleza tanto del cine como del teatro, al menos para mí. Todo el contenido supuestamente didáctico de las clases de Antonio Gómez muestra esto. Las propias chicas dicen en el documental que ahora lo ven distinto pero cuando tú tienes catorce años y te apagan la luz y te dicen que te tienes que tocar con el resto de compañeros para descubrir vuestros cuerpos habiendo un adulto de por medio que también participa en esa práctica, algo no va bien, se rompe el juego. Eso es otra cosa, es un ejercicio que el profesor hace con la excusa de querer tocar a alguien. ¿Cómo esto estaba admitido como una práctica teatral?
¿Tienes la sensación de que conceptos como “consentimiento” o “víctima” se han resignificado con el tiempo?
Creo que el consentimiento es un concepto tristísimo y estrictamente patriarcal. Yo siempre veo las palabras con imágenes y el consentimiento siempre lo he visualizado como algo perverso, como una aceptación porque parece que no hay otro remedio que asumir. Como dice una de las chicas al principio del documental, si solo consentimos, ¿dónde está la búsqueda del placer? Si solo consentimos, eso nos convierte de forma automática en un sujeto pasivo. Y en el caso de la palabra víctima es interesante, porque está unida a un concepto negativo, a un estigma. Una de las razones que ha frenado a mucha gente a denunciar situaciones de abusos ha sido precisamente el no quererse ver como víctima. La sociedad no quiere víctimas y sin embargo siente una extraña fascinación por los agresores. No hay más que ver el boom de las series sobre los “serial killers”. Estoy harta de la palabra “carismático”, harta de la glorificación de este tipo de perfiles, de este tipo de agresores. No pienso ver una serie más de este tipo donde haya una chica desnuda con la barriga abierta al lado de un río. Pienso ya está, hecho, no quiero volver a verlo.
¿Has normalizado comportamientos o actitudes por parte de hombres que no lo eran?
Sí, muchas veces. Tengo también cierto problema con la palabra normalizar. Soy de una generación muy anterior a esta pero yo recuerdo de pequeña contemplar escenas en el cine de hombres abofeteando a mujeres y ya pensaba que estaba mal, imágenes en series de mujeres que no podían lo que querían hacer porque por amor se casaban con un escritor y tenían que sacrificar su vida y a mí ya me parecía mal. Por eso no siento tanto que haya normalizado, pero sí actuado de manera pragmática, que es una cualidad bastante propia de mi temperamento. La sociedad está montada así, es una puta mierda, pero voy a hacer siempre lo que quiero hacer y por eso he sorteado, he hecho como que no veía cosas, aguantado explicaciones de tipos que querían decirme como funcionaban cosas en las que yo tenía un máster. Pero ya llega un punto, especialmente durante los últimos años, en el que decides que ya no puedes más y cuando un hombre intenta explicarte cómo se hacen las películas o cómo tienes que aparcar pues se te va la pinza y le metes una tralla de la todavía algunos deben estar acordándose. Por eso creo que las mujeres mayores tenemos tanta fama de mala hostia, porque llega un momento en el que ya has tragado mucho y dices: mira, ya no más.