Persigan a este «Niño»
Se llama Jesús Castro y es la revelación de la película «El Niiño», un filme trepidante sobre el tráfico de drogas en el Estrecho.
Ojo al dato: la historia de «El Niño» no tiene nada que ver con la de Ahmed Ouazani, El Nene, uno de los mayores traficantes de hachís que ha conocido el sur de España, y que hace apenas un mes desapareció en Ceuta, después de salir a navegar una noche de domingo. Algunos medios se apresuraron a publicar que la nueva y esperada película de Daniel Monzón era una suerte de «biopic» camuflado desde que se anunció el proyecto. El cineasta mallorquín lo desmiente. «Jorge (Guerricaechevarría) y yo llevábamos ocho meses escribiendo una comedia negra cuando me habló de un tema que había despertado su curiosidad, el tráfico de drogas en el Estrecho de Gibraltar, y que no era lo suficientemente conocido en España. Me apunté al carro y nos fuimos a investigar por la zona. El éxito de "Celda 211"nos abrió muchas puertas. Tuvimos acceso a material grabado por la Guardia Civil, pudimos charlar con "gomeros", que así se llaman los que pilotan las lanchas que transportan la droga de África a Europa, y nos empapamos del ambiente».
Fue, casi, un ejercicio de periodismo de investigación, de recabar datos sobre el terreno para remodelar las leyendas urbanas sobre el narco autóctono y despojarlo de ideas preconcebidas marcadas a fuego lento por el cine americano. «La imagen que el público tiene del narcotraficante es la de "Scarface", atormentado y sanguinario. Me interesaba especialmente romper ese mito. Los narcos del Estrecho son muy distintos», explica Monzón con la pasión que le caracteriza. «En los ochenta y los noventa se metían en el tráfico de drogas casi por deporte. Eran chicos jóvenes, de 18 a 24 años, para los que ganar dinero era lo de menos. Se lo gastaban todo, eran muy ostentosos, no invertían nada. Para ellos lo más importante era el desafío a la autoridad, el subidón de adrenalina que suponía cruzar el estrecho con un helicóptero pegado a la lancha».
Hablando de helicópteros, la escena más espectacular de «El Niño» parece la versión hiperrealista de una persecución de «Corrupción en Miami». «Cuando veo algunas películas de acción actuales, me da la impresión de ver jugar a un juego de ordenador que está jugando otro», confiesa este admirador de Don Siegel y John Carpenter. «Quería ir en la dirección opuesta. Quería transmitir la euforia, la borrachera de correr a ochenta nudos en mitad del océano. Quería que el espectador oliera el gasoil del helicóptero, sintiera el calor y el ruido de sus hélices». Y cita «El tren», de John Frankenheimer: «¿Y lo bien que descarrilaba?». Por eso, aunque esté rodada en digital, la textura de la imagen de «El Niño» es naturalista, casi de celuloide. «No quería evidenciar la máquina, marearme de digital».
Un halo mítico
El niño, claro, no es un niño cualquiera, en minúsculas, como el de los Dardenne. El Niño es un icono, como el Malamadre de «Celda 211». Ni siquiera sabemos su nombre en todo el metraje, no conocemos a su familia, apenas sabemos que trabaja como mecánico en un puerto deportivo. «Quería que tuviera un halo mítico, como Steve McQueen o Clint Eastwood en las películas de Don Siegel. El personaje es más interesante cuanto más lo despojas». Un tipo capaz de cruzar el estrecho en moto acuática para coger una piedra de una playa de Marruecos. Y, como dice el tópico, muy amigo de sus amigos. Si algo tiene en común «El Niño» con «Celda 211» es su interés por la amistad masculina, por el retrato en grupo de dimensiones casi «hawksianas». «A todos los une la camaradería, pensar en el amigo como un hermano, confiar en él por encima de todo, ser colegas hasta la muerte, aunque eso suponga tremendos sacrificios», sostiene Monzón. Es lo que «El Niño» debe al relato de iniciación, de paso a la edad adulta. Esa amistad se reproduce, con más sospechas y neurosis, en el bando de los policías, con Luis Tosar y Eduard Fernández como modelos de una relación más madura, menos lúdica, pero igualmente intensa. Esas dos maneras de entender la amistad («por un lado, vívida y luminosa; por otro, gris, crepuscular, claustrofóbica», matiza Monzón) definen dos maneras de ver la vida, dos edades del hombre con sus responsabilidades y sus tomas de conciencia. «Los chicos representan el coraje inconsciente, la capacidad de entrega y de cambiar de rumbo. Los policías son incapaces de hablar de sus sentimientos, siempre andan metidos en asuntos turbios, pisando la tierra de la tentación».
Es en la tierra de lo fronterizo, de la que el propio estrecho de Gibraltar es puro reflejo geográfico, en la que se mueven todos los personajes. «La frontera entre África y Europa, o Marruecos y España, pero también la frontera entre lo moral y lo amoral», aclara Monzón. Y aunque la película trate de un tema de candente actualidad, no pretende juzgar a ninguno de los dos bandos. En ambos hay vanidades, traiciones y corrupción, pero la cámara termina fijándose en la actividad frenética del puerto de Cádiz, como si nada de lo que ha ocurrido pueda cambiar las cosas en este territorio sin ley.