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Conde Duque de Olivares: así gestó su revolución cultural

El historiador Manuel Rivero Rodríguez vuelve sobre esta figura clave del siglo XVII español que marca el ocaso de la época
El retrato del Conde-Duque de Olivares, de Velázquez.
El retrato del Conde-Duque de Olivares, de Velázquez.Museo del PradoMuseo del Prado
La Razón
  • David Solar

    David Solar

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El 31 de marzo de 1621, apenas fallecido su padre, Felipe IV, “comenzó a distribuir decretos y despachos ya firmados, con el cadáver y los médicos aún en el aposento (…) Olivares estuvo firme y severo, no perdió ni un instante, ni siquiera dio tiempo al joven soberano para llorar a su progenitor ‘y le dijo no era hora de reposar, que había mucho que hacer y sí que se levantase’. Y en apenas dos días, cuantos habían jugado papeles importantes en torno a Felipe III “fueron expulsados de la Corte, a veces con destierros, arrestos y prisiones y -tiempo después- ejecuciones” (Manuel Rivero Rodríguez, “Olivares. Reforma y revolución en España”).
Quien todo lo dirigía desde la muerte de Felipe III era el ayo y tutor del nuevo rey, Baltasar de Zúñiga, cuya mano derecha era su sobrino Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde duque de Olivares (Roma, 6 de enero de 1587 – Toro, 22 de julio de 1645). Contaba a la sazón 34 años y era el tercer hijo de Enrique de Guzmán. Vinculado por orden de nacimiento a la carrera eclesiástica tuvo una formación humanística y a los 15 años llegó a Salamanca para estudiar derecho canónico y civil, permaneciendo allí hasta 1604, cuando, fallecidos sus hermanos mayores, fue llamado a la Corte por su padre. Su aprendizaje de cortesano fue breve, pues su padre falleció en 1607 y hubo de hacerse cargo del mayorazgo.
En esa época parece que su objetivo primordial fue conquistar a su prima, Inés de Zúñiga, hija del marqués de Monterrey y dama de honor de la reina, con la que se casó ese mismo año. El matrimonio se estableció en Sevilla, donde Baltasar – aunque, de vez en cuando, aparecía por la Corte para velar por los intereses familiares como miembro de la casa del príncipe- se dedicó a cuidar su hacienda, a sus aficiones poéticas y literarias, rodeado de un círculo de intelectuales, y a reunir una gran biblioteca (más de cuatro mil libros entre impresos y manuscritos) considerada por el gramático y polemista jesuita Claudio Clemente como “Una de las más excelentes, tanto por el número como por la selección de los mejores libros de toda clase, muy merecedora de visitarse y cuya fama es por doquier”.
Todo cambió para el Conde Duque en 1619 cundo su tío Baltasar de Zúñiga “le llamó a capítulo y, a partir de su regreso a Madrid, cambió su comportamiento público y privado puesto que la enfermedad del rey hacía de la casa del príncipe un nudo estratégico decisivo. (…Ambos) Organizaron una junta secreta en los aposentos del heredero, tomando posiciones de ventaja para cuando llegara el deceso” (Rivero). Y fueron muy hábiles: Baltasar Zúñiga ejerció hasta su muerte (7-10-1622) como primer ministro de Carlos IV y entre ambos desmantelaron las camarillas gobernantes con Felipe III y cimentaron el valimiento de Olivares.
Olivares luchó contra la corrupción, la usura, el derroche y la ostentación
Imposible sintetizar los mil trabajos de Olivares que llenaron dos décadas del Imperio español, caracterizados por un enorme impulso reformista: sustitución de los consejos por juntas que gobernaban los diversos aspectos de la administración; lucha contra la corrupción, la usura, el derroche y la ostentación; movilización de la economía incentivando agricultura, comercio, industria textil y obras públicas; restablecimiento de la credibilidad monetaria reduciendo el vellón; vertebración de los reinos, unidos no sólo en el rey sino también en un esfuerzo nacional solidario, uno de cuyos objetivos esenciales fue la Unión de Armas, por la que los territorios de la Monarquía hispánica contribuirían proporcionalmente con hombres y medios a su defensa, reuniendo un ejército de 140.000 efectivos, tema vital en pleno furor la Guerra de los Treinta años “una contienda atroz que justamente podríamos equiparar en su devastación a las dos guerras mundiales del siglo XX” (Rivero).
Su éxito fue escaso por la oposición de los perjudicados en las reformas
En estas y en otras muchas de las empresas iniciadas, el éxito fue escaso, a veces por falta de continuidad, o por la oposición de los perjudicados en las reformas o privados de sus pesebres corruptos, o por los que no perdonaban su marginación del poder, o por los envidiosos de su encumbramiento, o por la oposición de diversos reinos y territorios a, por ejemplo, la solidaridad del reclutamiento. Y más la enemistad del papado que “Se negó a que la Iglesia cediera al poder secular parte de su papel en la dirección y el control del comportamiento de los individuos, bloqueó todo intento de convertir a los eclesiásticos en simples súbditos y quebró la presunción del papel de la Corona como adalid del catolicismo”, escribe Rivero que señala al gran enemigo de Olivares: “Urbano está en el foco del bloqueo de lo más relevante del programa de Olivares”.
Tuvo momentos victoriosos -Fleurus, Breda o Nördlingen- pero fueron menos que los fracasos y varios resultaron decisivos en el descrédito de Olivares: la separación de Portugal, la larga y dura guerra de Cataluña y las sublevaciones de Andalucía. El 23 de enero de 1643, el conde duque “abandonó definitivamente su despacho en palacio para no regresar más. El rey le había concedido, por fin, la licencia para abandonar el cargo, que llevaba solicitando insistentemente desde algunos años atrás”.
Así narra Manuel Rivero el ocaso del valido en su libro “Olivares, Reforma y revolución en España (1622-1643)”, escrito con tanta galanura literaria como originalidad. Sigue en su investigación dos fuentes conductoras: un libelo aparecido al mes de la retirada de Olivares, firmado por Andrés de Mena que fiscaliza toda la actuación del valido y pide su procesamiento y otro, elaborado por el propio valido o sus partidarios, el “Nicandro o antídoto contra las calumnias que la ignorancia y la envidia han esparcido por deslucir y manchar las acciones del conde duque de Olivares.” Así, Manuel Rivero, Catedrático de historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid, se encuentra cual juez ante la acusación y la defensa de la obra de un político trascendental en la decadencia del siglo de Oro. Una investigación que se cierra con el fracaso internacional y la secesión portuguesa, pero con un éxito tan poco valorado como fundamental: “Logró afirmar un modelo a seguir, con la creación de una cultura de la ejemplaridad, del mérito, del servicio, y se sentaron las bases de la reconfiguración de la monarquía (…) La nueva moral se impuso, tal vez por eso el Siglo de Oro español quedó herido de muerte porque no había lugar para la frivolidad, la ociosidad y la holganza”.