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Estreno
Crítica de "El cuadro robado": las potencias de lo falso ★★★ 1/2
Dirección: Pascal Bonitzer. Guion: Pascal Bonitzer e Iliana Lolic. Intérpretes: Alex Lutz, Léa Drucker, Nora Hamzawi, Louise Chevillotte. Francia, 2024. Duración: 91 minutos. Comedia dramática.

Crítico de “Cahiers du Cinéma” entre 1969 y 1989, guionista de títulos ilustres dirigidos por Raúl Ruiz, André Techiné y Jacques Rivette y director de nueve películas, Pascal Boinitzer ha escrito, también, libros sobre cine. Uno de ellos, “Desencuadres”, trata precisamente de las relaciones entre el cine y la pintura, esta última protagonista de su último filme, “El cuadro robado”. En el ensayo, Bonitzer incide en los vínculos y fricciones estéticas de ambas disciplinas, poniendo de relieve el modo en que las dos se erigen en superficies de registro que funcionan como “un tejido de apariencias engañosas”.
Es una afirmación que serviría para explicar no solo el ‘macguffin’ sobre el que se articula el argumento de la película -el hallazgo de “Los girasoles”, un cuadro de Egon Schiele que se creía desaparecido, después del expolio nazi, y que aparece en casa de un obrero de una industria química- sino los efectos colaterales sobre un relato que tiene mucho que decir acerca de las potencias de lo falso. A Bonitzer le interesan más las cuestiones narrativas que las estéticas, pero en ese campo, el filme es a la vez extraño, atrevido, directo y oblicuo. Al menos así son los protagonistas, André Masson (Alex Lutz), un cínico experto en subastas, y su voluble becaria, Aurore (Louise Chevillotte), cuyos inescrutables estados de ánimo deparan las mayores sorpresas de esta cinta juguetona e imprevisible.
A este “Cuadro robado” solo le falta una hipótesis para clavar uno de los títulos más emblemáticos de Raúl Ruiz, y aunque su estructura parece más simple que la de aquel extraordinario laberinto fílmico, nunca nos podemos fiar de lo que dicen o prometen sus personajes. Así es el mundo de las subastas, en el que los faroles sirven para desprestigiar grandes pinturas secretas y estafar a sus propietarios, y así son las relaciones que se establecen entre los subastadores y sus colegas, elusivas y contradictorias, y abogados y clientes, opacas o protectoras.
Al final en “El cuadro robado” nadie es lo que parece, verbigracia de unos diálogos acerados y fluidos que funcionan como muros de contención dispuestos a ser derribados por la verdad más honesta, la que pertenece al único personaje que no se mueve por dinero, el más bello de todos, el que prefiere mantenerse fiel a sus amigos de siempre antes que ostentar su riqueza recién adquirida.
Lo mejor:
Lo que parece una película sobre las altas esferas del arte acaba hablando sobre la honestidad de la conciencia de clase obrera.
Lo peor:
A veces parece que no sabe hacia adonde se dirige, y puede perder espectadores por el camino.
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