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Estreno

Crítica de "La ley de Jenny Penn": el asilo del miedo ★★★ 1/2

Director: James Ashcroft. Guion: Eli Kent y James Ashcroft, según el relato de Owen Marshall. Intérpretes: Geoffrey Rush, John Lithgow, George Henare, Maaka Pohatu. Nueva Zelanda, 2024. Duración: 104 minutos. Terror.

Un fotograma de "La ley de Jenny Penn" Imdb

Lo primero que piensas cuando se termina “La ley de Jenny Pen” es lo mucho que la hubiera disfrutado el Robert Aldrich de “¿Qué fue de Baby Jane?” o “Canción de cuna para un cadáver”. Podría considerarse un riff masculino de ese subgénero enfermizo llamado “hagsploitation”, hibridación del melodrama y del cine de terror protagonizada por actrices que habían sido grandes estrellas del cine clásico de Hollywood, y que interpretaban a mujeres en declive, obsesionadas por el paso del tiempo e inestables mentalmente. En la película de James Ashcroft gana el horror, que se despliega en un escenario, una residencia de ancianos, poco habitual para una película de psicópatas.

Es, sin lugar a dudas, una de las originales aportaciones de un filme perturbador, que se arriesga a apostar por un protagonista no especialmente simpático (el juez al borde de la demencia senil que encarna Geoffrey Rush) y por un antagonista (espléndido John Lithgow, en la línea de sus villanos enloquecidos para Brian de Palma) que se desdobla y proyecta en la muñeca del título. Esa muñeca, y una puesta en escena donde abundan los planos deformantes y los sonidos chirriantes, maquillan al conjunto de un tono granguiñolesco en el que la triste decadencia de la vejez es utilizada con efectos tan tensos como desagradables.

Es cierto que, llegado a un punto, el juego de acoso y derribo entre Lithgow y Rush no da para mucho más, y la película se repliega sobre sus guiños perversos -Ashcroft no evita la incontinencia urinaria como motivo de tortura- mientras intenta explicar, de un modo un tanto torpe, los orígenes de la neurosis del psicópata de turno, pero hay algo muy placentero en el duelo actoral, a pecho descubierto, y en la sordidez grotesca del resultado final.

Lo mejor:

Lo siniestro y decadente del escenario, y los actores, especialmente un inspiradísimo John Lithgow.

Lo peor:

La explicación del trauma del villano acaba por ser forzada e innecesaria.