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El cuadro que Goya pintó cuando nació El Prado

larazon

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Este es un Goya atrevido en lo pictórico y valiente en lo personal; un Goya canoso, de 75 palos, progre de actitud y afrancesado de ideas, que se vuelve hacia lo retro, a la iglesia de entonces, para hacer vanguardia y continuar con su revolución de pinceles (igual que otros la hacen por las armas y los colores de las ideologías), sin atender modas imperantes y maneras ajenas, porque él era un sordo real, pero también un sordo metafórico que no quería escuchar otros consejos que no fueran los de sus propias equivocaciones. Este Goya de aquí, «La última comunión de san José de Calasanz», el Goya más importante fuera del Prado, que desde ayer se exhibe en la sala 66 de la pinacoteca, es una pintura-puente, una estampa religiosa que viene del retrato, donde él reveló tantas almas, pero que va ya hacia las pinturas negras, esa grotesca genialidad donde algunos han reconocido tanta España. El maestro de Fuendetodos imprime aquí un naturalismo a la mística del sacramento que lo vuelve todo muy humano, muy cercano, que es lo que tiene su estilo, que lo humaniza todo, para lo bueno, para lo malo y para el horror. El lienzo fue un encargo de la iglesia de San Antón del colegio de las Escuelas Pías de Madrid. Pero ahora llega como incorporación temporal a las colecciones de la pinacoteca porque Goya lo pintó en 1819, o sea, el mismo año en que se inauguró el edificio de Villanueva. Aquí lo que tenemos es un setentón pintando a otro, San José de Calasanz, poco antes de fallecer, según cuentan, coincidencia cronológica que probablemente le dio parte de su hondura emotiva, porque la psicológica ya la daba Goya de motu propio. La leyenda afirma que copió las facciones del santo de su máscara mortuoria y otros que se inspiró en el fallecimiento de un amigo. Lo importante aquí son las tres edades que refleja el óleo, o sea, los niños, los adultos y el anciano, que es un motivo que enraíza en la antigüedad. Pero, también, los distintos estados de la fe, que viene a dibujarlos en la chavalería del fondo, en esa corte de monaguillos que más que una representación de futuros seminaristas parece responder a los párvulos que se sientan en las aulas, cada una respirando los vientos de su imaginación y a su bola, como dicen. Lo interesante del asunto fue el estipendio, vamos, la pasta que le dieron a Goya y que él invirtió en comprar aquella hacienda apartada que el mundo conoce como la Quinta del Sordo y que la expansión urbanística, otra vez el negocio de lo inmobiliario, derribó en 1912.

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