El ocaso de las divas
En ella, esa excepcionalidad de su garganta era la norma
A mis 75 años puedo decir que he conocido a todos los grandes. Y Montserrat Caballé era una de ellas, una artista única, peculiarísima, con la que era casi imposible compararse.
A mis 75 años puedo decir que he conocido a todos los grandes. Y Montserrat Caballé era una de ellas, una artista única, peculiarísima, con la que era casi imposible compararse. Si acaso podemos establecer un paralelismo entre ella, Maria Callas y Renata Tebaldi, tres artistas que con todo lujo podían llevar el «la» delante de sus apellidos. Un trío mayúsculo. Hoy, la normalidad es lo habitual. En ella, esa excepcionalidad de su garganta era la norma. Para que se me entienda: la Iglesia tiene muchos sacerdotes, algunos cardenales y un Papa. Y ella ocupaba lo más alto. Era ese Papa al que aludo, como lo fue mi padre, Mario del Monaco, pertenecientes ambos a una estirpe que era capaz de cantar lo imposible. Recordemos, por ejemplo, que ella puso voz a una «Salomé» con Leonard Bernstein en un estilo muy alemán. Referirse a ella es rozar lo más alto de lo máximo. Mujer con una voz universal, bella y que sabía cantar y que cantaba todo solo hay una: Caballé. Frente a la Callas, se notaban las diferencias. Ésta esgrimía una agresividad vocal enorme, pero no desplegaba una belleza vocal como la de la española. Poseía aquella una figura y una presencia de la que carecía Caballé, mientras que en cuanto a vocalidad era imposible ganar a Montserrat, tan inigualable y única. Tampoco podían competir con ella en cuanto a simpatía otras sopranos de primera división, muchas de ellas poco agradables por naturaleza y menos dadas a la simpatía. Ahí ganaba sobradamente, pues nunca podré olvidar las tardes que pasábamos de risa en risa, de charla en charla. La cantidad de chistes que me pudo contar. Se reía como un órgano y eso la hacía todavía ser más simpática. Su presencia escénica era tan rotunda que recordaba, por ejemplo, a la de Pavarotti. ¿Y Tebaldi? Ay, Tebaldi. Sus vocalidades eran completamente diferentes. Únicamente les unía el repertorio. Caballé era bastante más perfecta. Aunque formaban un triángulo único de una luz universal. Tengamos en cuenta que la historia de la lírica no se puede escribir sin su nombre, no se puede hablar de ópera sin citarla porque es una parte consustancial. Nuestra relación venía de muy lejos. La escuché por primera vez en Nápoles, con mi padre. Me llevó a un concierto y me dijo al oído: «¡Cómo canta ésta!». Su olfato no le falló. Después la conocí más. Me fascinó tanto cantando a Ponchielli como «Don Carlo», porque su garganta daba para todo, algo que le venía de su época alemana. Le adornaba también y la hacía más grande el no haber renunciado nunca a sus orígenes, que tenía muy presentes. Queridísima Montserrat, que ya estarás en el Olimpo, solo deseo despedirme de ti, y mandar todo mi apoyo a querida familia, parafraseando a Verdi cuando murió Richard Wagner: «Triste, triste, triste, la Caballé ha muerto».