En la muerte de Martin Prieto: Lo mejor que debe saber un periodista es escribir un obituario
El mejor obituario lo podría escribir él, con verbo de látigo y compasión adverbial. Se muere cuando lo hace el Periodismo considerado como una de las bellas artes.
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El mejor obituario lo podría escribir él, con verbo de látigo y compasión adverbial. Se muere cuando lo hace el Periodismo considerado como una de las bellas artes.
Estamos para contar lo que pasa. Pero al final siempre nos pillará la muerte haciendo de Anacleto agente secreto o de Talesse, sin llegar a la sombra de su sombrero. Martín Prieto enterró a unos pocos ilustres con elegancia y verdad, dos conceptos que no suelen casar en nuestro torpe aliño sintáctico. El mejor obituario lo podría escribir él, con verbo de látigo y compasión adverbial. Se muere cuando lo hace el Periodismo considerado como una de las bellas artes, ajeno al algoritmo que un día nos sustituirá, de tal manera que trabajamos para los que nos harán esclavos.
Muere también buena parte de una generación perdida, la Edad de Plata, aunque algunos aún patean redacciones con el ritmo de las antiguas máquinas de escribir. Él, todo nervio cuando tocaba cortarse las venas, y tan contenido como un lorazepán, hubiera sentenciado a Margalit Fox, la escritora que en el «New York Times» se encarga de redactar los adioses. Ya ha enterrado a unos 1.500. Los anglosajones sepultan con lectura de largo aliento, la letra menuda para la que los lores se saquen sus anteojos. Por esnobismo, ciertos compañeros se pausan en la sección «Register». Por eso es difícil, aún más que doloroso, que eso para un plumilla viene después, rubricar la sentencia de un gigante. Siempre te quedarás pequeño. Reivindiquemos, pues, en este trozo de papel, el heroísmo y la canalla de las noches en que se escribían las noticias después del «prime time» televisivo y conciliar era que ningún mafioso llamase a tu puerta. Las botellas de whisky, el tabaco y las exclusivas deletreadas en bares de carretera. Martín Prieto era tan periodista que su propia vida llegó a ser noticia. Creó e inventó sin débito hacia los norteamericanos el teletipo subjetivo, que es una contradicción bellísima.
Más que una necrológica merece una novela o una serie de televisión. El capítulo del falso secuestro de ETA, y otras tantas espantadas, es un «trending topic» retroactivo. Estas páginas de LA RAZÓN quedan como un tendedero cuando se han recogido las sábanas, un viento que pasa entre la niebla del verano adelantado. Aquí yació después de recorrer desde «Pueblo» a «El País» o «Diario 16». Él, que estuvo en la cúspide y en las cañerías, no profesaba ya el ejercicio de onanismo grupal de las camarillas. Si hay alguien ahí, que busque en las hemerotecas ese pulso literario que ningún profesor de la facultad acierta a explicar. Poseía la cultura de las tortugas y la inteligencia de un águila. La persona miraba como escribía, con ese aliento sardónico del que podría tomarte el pelo sin que ninguna sentencia pudiera probarlo.
Que me perdone por usurpar hoy su papel. Puede que haya en algún cajón un obituario de un vivo salido de su pluma. Durante muchos meses tuvimos el de Fidel Castro y otros a los que les rondaba la muerte en vida. Los releímos varias veces, pastoreado por Manuel Calderón, redactor jefe de Opinión y enviado especial por cuenta propia en el hospital. Al cabo, esto del obituario es un género periodístico eterno. Si no sabes escribir uno, puedes darte por muerto.