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Fulgores recónditos y cercanos

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Obras de Giménez-Comas, Chaikovski y Dvorák. Piano: Dmitry Maleev. Orquesta de Cadaqués. Diector: David Robertson. Auditorio Nacional, Madrid, 20-III- de 2019.
Siempre gusta escuchar a la Orquesta de Cadaqués, un conjunto de calidad con atriles móviles. Desde 1998 es titular Gianandrea Noseda, sensible músico que ganó uno de los primeros concursos de dirección auspiciados por la agrupación, bien que en esta cita haya venido gobernada por el norteamericano David Robertson (1958), un artista frecuentemente asociado a la música contemporánea y que en esta ocasión ha tenido la oportunidad de estrenar una composición de la gerundense Nuria Giménez Comas titulada «Ad limine caelum», encargo de la Fundación SGAE-AEOS. Se trata de una partitura breve que, como nos dice en sus clarificadoras notas Cosme Marina, contiene imágenes fugaces de algunos números de la «Misa en si menor» de Bach y que aparece sostenida, a lo largo de su callado y delicado discurrir, sobre una suerte de latido fúnebre aportado casi siempre por lúgubres y recónditos «pizzicati», que dejan oír un escondido discurso impulsado por expresivos glisandi. Escuchamos timbres graves, lejanos rumores, insólitos resplandores en una suerte de fantasmagórico precipitado de signo atonal. «Representaciones efímeras que tejen una textura con diferentes planos y relieves». Tras esta imagen bien urdida aunque un tanto desoladora, escuchamos el tan romántico, caudaloso y melódico «Concierto para piano nº 1» de Chaikovski, que tuvo en las ágiles y móviles manos de Dmitry Maleev (1989) un intérprete magnífico; por pegada, exactitud de ataque, generoso fraseo, belleza sonora y electrizantes octavas, perjudicado por su ansia de darlo todo cada vez más deprisa, el más difícil todavía, con lo que, abusando también del pedal derecho, emborronó algunos de los más vertiginosos pasajes de la obra. Nos gustó su ligera sonoridad en el «Andantino». El acompañamiento, algo desbocado en algún instante, logró buenos efectos en el canto lírico de las cuerdas, que tocaron todo el tiempo en inferioridad de condiciones respecto a los vientos, con una base armónica grave de tan solo cuatro contrabajos. Insuficientes para dotar de carácter a una obra como la tan romántica y brahmsiana, pero de extracción tan bohemia, «Sinfonía nº 7» de Dvorák, que sonó agreste, áspera y no siempre templada en los timbres de la formación catalana, dirigida con entusiasmo y amplia gesticulación por Robertson. Sequedad expresiva, poco vaivén danzable, escasas esencias populares. Y dos bises: una pieza chaikovskiana por parte de Maleev y «Vals triste» de Sibelius por la de sus acompañantes.

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