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La gran ocasión perdida para Estados Unidos

Los pensadores y padres de la patria norteamericanos recobran su vigencia en una sociedad como la actual que quiere alejarse del consumismo, la obsesión monetaria y la instantaneidad que priman ahora
TANNEN MAURYEFE

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¿Es posible concebir una sociedad, una vida contemporánea desde otros patrones que no sean los monetarios y los que impulsan desigualdades y hasta conflictos? La nación más poderosa del planeta, Estados Unidos, que lidera el mundo en tantas facetas, muchas de ellas filtrándose en nuestros hábitos cotidianos día a día, a casi doscientos cincuenta años de su independencia, pudo albergar un destino diferente. Y es que no faltaron voces que denunciaron la senda que el país estaba tomando ya desde inicios del siglo XIX, cuando se encontraba buscando aún su identidad social e intelectual, su unión de estados y su posición frente al resto de naciones. Fueron sobre todo Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, desde Boston y el cercano pueblo de Concord, los que se atrevieron a cuestionar lo que veían en derredor. Había según ellos un poder mucho más poderoso que el materialista o el bélico: el poder que confiere lo trascendental, lo místico, lo filosófico-natural.
Hoy, cuando mucha gente en Occidente se replantea dejar las ciudades, persigue otro tipo de vida y valores alejados del materialismo, fijarnos en el origen de Estados Unidos es conveniente. Manhattan conjuga el consumismos desbocado junto a la estampa de los mendigos. Es una ciudad capaz de compartir en pocos metros un memorial por los muertos del 11-S con quioscos que hacen «merchandising» de ese día funesto, junto a un faraónico centro comercial subterráneo. Prisas, dinero, acumulación de pertenencias, todo ello nos aleja de una existencia verdadera, y no es casualidad el alud de novedades que mes a mes inundan las mesas de las librerías, con libros de autoayuda que aplicar al presente o que recuperan la sabiduría antigua grecolatina, plena de austeridad material y tendente a evitar el sufrimiento y a gozar del momento.
Por todo ello merece la pena dirigir la mirada al lugar donde el contraste entre lo frívolo y lo trascendente se hace meridiano. Emerson, en su ensayo «El amor», dice: «En el alma podemos confiar hasta el final», mientras que en «La compensación», se lee: «Todas las cosas son morales. Ese espíritu que en nuestro interior tan solo es un sentimiento, fuera de nosotros se convierte en ley». La paz interior es la consecuencia de que los principios propios han triunfado, de que la insistencia en uno mismo, la autoconfianza (la religión americana, según Harold Bloom), han llegado a su plenitud. De ahí que la intuición sea capital en su pensamiento. Al igual que para Thoreau, que abogaba por inspirarse en los fenómenos más corrientes, «lo que a cada hora perciben mis sentidos»: caminar, conversar con los vecinos, observar la naturaleza, y siempre, «vivir en el presente, lanzarnos con cada ola, encontrar nuestra eternidad en cada momento».
Bondad y solidaridad
¿Dónde quedan estos autores? ¿Son únicamente los autores de poemas, crónicas viajeras, textos ensayísticos y críticos que tienen un sello histórico y literario, o aún su mensaje es vigente y puede cambiar actitudes? Para los tres, no hay mejor inversión que la bondad y todo lo visible e invisible es trascendente; el individuo conecta con el origen de los tiempos y con el infinito de forma espiritual; cada uno de nosotros es la Historia, la Vida, la Naturaleza. Ambos lucharon contra las mentiras políticas, el afán conquistador y la esclavitud, apoyando a los negros fugitivos y preocupándose de las víctimas de la Guerra de Secesión. Fue también el caso de Louisa May Alcott, la autora de «Mujercitas», que actuó de enfermera en hospitales militares hasta casi perder la vida en ello, y Walt Whitman, que llevó a cabo una labor solidaria del todo heroica cuidando a enfermos, heridos y moribundos en la Guerra Civil, de 1861 a 1865, fueran del bando que fueran.
El asombro por las pequeñas cosas de la vida, la ternura hacia los demás, junto con la presencia, la disponibilidad y el ánimo emprendedor contra todo lo que degrade al ser humano fueron los elementos centrales de esta forma de entender la vida y la literatura. ¿Pero qué fue de tantas buenas intenciones para que no cuajaran en la sociedad, para que no «trascendieran» a la masa y constituyeran una característica más del sueño yanqui? Morris Berman, en «Las raíces del fracaso americano» (2010), analizó cómo su país perdió la oportunidad de cultivar una tendencia a la solidaridad en aras de satisfacer su ambición oportunista. Apoyándose en pensadores que han incidido en el declive de los Estados Unidos desde este prisma consumista, explicó que estamos ante «una civilización orientada a los negocios» desde sus orígenes. De ahí que su médula esté compuesta por «una economía en expansión perpetua –abundancia– e innovación tecnológica sin límites: “progreso”».
Avaricia y capitalismo
Para vergüenza de Berman, exiliado felizmente en México, los Estados Unidos no supieron aprovechar que el verdadero significado de la vida siempre estuvo al alcance, que hubo voces que denunciaron que «la búsqueda del propio interés y de la riqueza» no era lo más importante, que tal cosa en cierta medida era compatible, con moderación, con el idealismo, con el bien común. La avaricia y el capitalismo fueron aplastando la fraternidad y la comunidad, y el individualismo y el éxito financiero personal se erigieron en las virtudes principales y deseadas ya desde el siglo XVII, en el ámbito de los mercaderes y artesanos de Boston. Padres fundadores de la nación norteamericana como George Washington o John Adams señalaron la sed de posesiones de sus conciudadanos, y «Emerson, Thoreau, Melville, Poe y después Henry Adams escribirían brillantemente sobre una sociedad que carecía de centro sagrado, de alma, y del efecto devastador que producía todo esto en el país; pero después de todo se trataba solo de “literatura”, así que en realidad nada cambiaría».
Y nada cambió, en efecto, como vieron con sus propios ojos visitantes europeos como Charles Dickens, que «nos consideraba una nación de larvas, persiguiendo sin cesar el “todopoderoso dólar” (frase acuñada por Washington Irving unos años antes)», u otros como G. K. Chesterton y Vladimir Maiakovski.
El inglés, junto a su amigo eclesiástico Hilaire Belloc, del distributismo, propulsó una tercera vía económica –dejando a un lado el capitalismo y el socialismo– que propugnaba, en la estela del pensamiento del papa León XIII, la distribución de bienes entre la sociedad evitando así que estos estuvieran en poder de unos pocos. En su libro «Lo que vi en América» (1922), que constituye una mirada locuaz sobre un país que no tardaría en vivir su desplome bursátil, dijo que los americanos estaban enfocados en un progreso que era sinónimo de disolución y no en una mejora esencial de la calidad de vida. Asimismo, el mundo de los negocios era tan chocante que parecía irreal, y a su alrededor, vislumbraba cosas como las siguientes: «El Capitalismo constituía en sí mismo una crisis» o «El dólar es un ídolo porque es una imagen; pero es una imagen del éxito y no del disfrute material».
Lo cual resultó igualmente obvio para Maiakovski cuando acudió, en 1925, a esa tierra de las oportunidades desde el lejano Moscú, y aludió al inexcusable tótem de los tótems: «Dios es el dólar, el dólar es el Padre, el dólar es el Espíritu Santo». Una trinidad enmarcada en una retórica ampulosa y vacua de la que se adueñó la sociedad y que aún resulta del todo característica: «No hay ni un solo país que suelte tanta palabrería ética, sublime e idealista como los Estados Unidos». No es el idealismo ni la ética de Emerson, Thoreau y Whitman, desde luego. La reflexión activa que propone el primero en sus «Ensayos», la educación liberal y pragmática que presenta el segundo en «Walden», la animosidad amorosa que suelta al mundo el tercero en «Hojas de hierba» fueron hermosos sueños, deseos utópicos que no ondearon en lo alto de la bandera estadounidense al paso del viento del progreso. Pero quién sabe si no es tarde del todo para que se les oiga y todo cambie en el futuro.

La metáfora de la ballena blanca que dejó Melville

Para Morris Berman, «los románticos y los trascendentalistas estaban interesados en el autocontrol, no en la mancomunidad; es decir, en las cualidades del alma individual. Como cabría esperarse, este enfoque tan estrecho minó la posibilidad de que tuviera algún impacto a gran escala, e hizo que el movimiento fuera susceptible a la cooptación, a su sumisión al servicio de la cultura dominante». El historiador pone el ejemplo de «Moby Dick», la obra de Herman Melville, para decir que, «en breve, la obsesiva persecución de la ballena terminará con el barco hecho pedazos». La metáfora le sirve para hablar de la especie de autodestrucción a la que están abocados los Estados Unidos, un país al que no le iría mal, huelga decirlo, recuperar el legado de esos poetas de la conciencia. De hecho, cita al politólogo Benjamin Barber, que en un artículo publicado en el año 2009 aseguraba que necesitábamos una «revolución del espíritu» frente a una vida limitada al frenesí del mercado de consumo.

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