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Antietam, el día más sangriento de la historia de Estados Unidos

La Guerra de Secesión se decidió en una batalla histórica que también supuso un paso fundamental para abolir la esclavitud, como cuenta James M. McPherson en su nuevo libro
La Razón
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  • David Solar

    David Solar

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El 17 de septiembre de 1862 se enfrentaron las tropas de la Unión y las de la Confederación en el maizal de Miller, en el pueblecito de Sharpsburg, a orillas del Antietam, un riachuelo que nadie recordaría si no diese nombre a la batalla cuya única jornada ha sido la más sangrienta de toda la historia militar de EE UU, con 23.000 bajas, seis veces más que el día D en Normandía. Mortandad aparte, Antietam tiene unas características que sintetiza James M. McPherson, reconocido especialista en la Guerra de Secesión (1861-1865), en su prólogo de «Antietam, la batalla que permitió la libertad de los esclavos» (Ariel): «La victoria unionista en Antietam frenó el ímpetu militar de los sudistas, impidió el reconocimiento de la Confederación por las potencias extranjeras, puso fin a la desastrosa desmoralización de los soldados y civiles del Norte y ofreció a Lincoln la oportunidad de proclamar la emancipación. En una guerra donde hubo varios momentos de gran importancia, Antietam fue fundamental para el más importante de ellos», el fin de la esclavitud.
Cierto que la abolición pretendida por Lincoln había sido una de las causas de la secesión del Sur y del estallido de la contienda, pero si se hubiera alcanzado un armisticio la víspera de Antietam, no se hubiese producido la Proclamación de Emancipación del 22 de septiembre, efectiva a partir del primero de enero de 1863. Meses antes de Antietam, el Congreso había aprobado una Resolución según la cual el motivo de la guerra no era terminar con la esclavitud sino mantener la Unión.
Antietam constituyó, también, el final de una manera de hacer la guerra: que la Confederación pudiera contrarrestar los avances de la Unión solo se explica porque el Norte luchó con «una mano atada a la espalda» y porque muchos de sus jefes pecaron de cautela e indecisión hasta la llegada de Ulyses S. Grant. La justificación básica del Sur para su emancipación fue su deseo de mantener un sistema económico esclavista, aunque hubiera otros pretextos: según Jefferson Davis, presidente confederado, luchaban por defender «los derechos de los Estados» frente al centralismo de Washington, que estaba imponiendo su mayor población, industrialización y riqueza a los intereses del sur, agrícola y poco poblada (21 millones del Norte frente a 10 millones del Sur, y, de ellos, 4 millones de esclavos).
La Unión se oponía a la secesión: «Restaurar la unión de Estados dictada por la Constitución (...) y el fin último de la contienda era superar la prueba que esta sometía a la viabilidad práctica de la democracia», escribía Lincoln, para quien la emancipación de los esclavos era importante y «si no se restablecía la Unión sería imposible la emancipación porque la inmensa mayoría de los esclavos quedaría en un país extranjero, fuera del alcance de las políticas antiesclavistas», resume el historiador Guelzo.
El Sur, para preservar su estatus económico y social, y el Norte, para poner coto al esclavismo, chocaron tras la llegada de Lincoln a la Casa Blanca el 4 de febrero de 1861, pero para entonces ya habían nacido los Estados Confederados de América (inicialmente, siete esclavistas del Sur, a los que se unieron otros cuatro), que asaltaron las fortalezas y edificios estatales situados en su territorio y rechazaron la mano tendida por Lincoln en su toma de posesión. La guerra comenzó el 12 de abril, con el asalto confederado a Fort Sumter.
La Unión o Norte, bajo la presidencia de Lincoln y con capital en Washington, estaba compuesta por 20 Estados abolicionistas más 5 esclavistas (un 10% de los esclavos, que no se adhirieron a la Confederación) con gran parte de la industria, comercio, ferrocarril, marina, minería, cereal y ganadería. La Confederación o Sur, presidida por Jefferson Davis y con capital en Richmond, se componía de 11 Estados cuyos recursos eran agrícolas (algodón, tabaco, arroz, índigo, azúcar) y ganaderos.
Al comenzar la lucha, los ejércitos de la Unión y los de la Confederación eran mínimos y se nutrieron de un reclutamiento acelerado; los escasos militares profesionales se dividieron, en general, según sus Estados de origen, aunque la mayor parte se vinculó a la Unión. A lo largo de la guerra, la Unión tuvo 2,2 millones de solados en filas; la Confederación, menos de un millón. Gracias a la existencia de oficialidad y dinero, la Unión activó el reclutamiento e invadió Virginia pero fue rechazada por los confederados (de uniformes grises, cuando los tenían), en la primera batalla de Manassas; pese al revés, el ejército de la Unión (uniformes azules) asediaron Richmond, pero fueron rechazados por dos generales sudistas se harían famosos Robert E. Lee y «Stonewall» Jackson.
El segundo año de la guerra comenzó con tres batallas favorables al Sur (Seven Pines, Siete Días y Bull Run) en las que lució el talento de los mandos confederados frente a las cautelas de los unionistas y, a comienzos de septiembre, los confederados penetraron en Maryland, de la Unión. Era una campaña tan prometedora como limitada (las fuerzas de Lee apenas alcanzaban los 55.000 hombres, que el avance redujo a 45.000), con la que pretendía conseguir suministros y voluntarios en un Estado supuestamente simpatizante, aunque advirtió enseguida que no conseguiría sus objetivos: los granjeros de Maryland huyeron ante su avance con cuanto pudieron llevarse y donde esperaban reclutar 50.000 voluntarios alistaron a unas docenas...
Y es que aquellas tropas confederadas no provocaban entusiasmo, sino lástima: sus vestimentas estaba mugrientas, los soldados iban sucios, barbudos, flacos, cubiertos de piojos y recorrían las casas suplicando alimentos pues «llevaban una semana comiendo manzanas y maíz verde». Y, para colmo, llegaba ya McClellan, con 90.000 hombres entusiásticamente recibidos; para mayor fortuna, cayeron en sus manos los planes de Lee de dividir su ejército para apoderarse de Harpers Ferry, que contaba con 13.000 soldados bien provistos. Pero McClellan tardó 18 horas en lanzarse a por Lee... En ese tiempo, Stonewall Jackson tomó Harpers Ferry y Lee ocupó posiciones ventajosas retrasando al ejército del Potomac. Con todo, la situación de Lee era crítica, porque su ejército seguía disperso cuando ya se le echaba encima el de McClellan, pero este volvió a perder tiempo pues había planificado iniciar su ataque al amanecer del 17, lo que dio otro respiro a Lee, que reunió unos 36.000 soldados (se le sumarían casi 8.000 más ese día), poco más de un tercio del de McClellan, aunque este creía que eran 100.000.
Y así llegó la terrible jornada de Antietam, donde se combatió con furia inaudita desde el amanecer del 17 hasta la caída de la tarde: regimientos hubo, como el 1º de Texas, que perdieron el 82% de sus efectivos. Al final, según McPherson, la Unión lamentaba 11.650 bajas (2.108 muertos) y la Confederación otras tantas y, además, unos 2.000 heridos morirían en los días siguientes; por tanto, hubo más de 23.000 bajas con no menos de 6.000 fallecidos. Al amanecer el 18, ante el aterrador aspecto del campo de batalla, un soldado escribió: «Ninguna lengua puede decir, ningún cerebro puede concebir, ninguna pluma puede escribir las cosas horribles que vi».
Al día siguiente todos se dedicaron a enterrar a sus muertos y solo algunos tiroteos turbaron los penosos trabajos. Mientras, McClellan cantaba victoria y seguía pensando que Lee estaba en situación de combatir. Pero éste, con apenas 30.000 hombres, planificaba cómo escurrirse durante la noche atravesando un vado del Potomac. McClellan parece que respiró aliviado, aunque muchos pensaron que «permitió que se escapara a propósito».
  • «Antietam» (Ariel), de James M. McPherson, 256 páginas, 19,90 euros.

INDECISIÓN, INCOMPETENCIA, CAUTELA

Desde el comienzo de la guerra hasta la designación de Ulyses S. Grant como comandante en jefe, los ejércitos del Norte mostraron una llamativa cautela cuando no incompetencia al enfrentarse a los del Sur, problemas que también minimizaron su triunfo unionista en Antietam. El primer jefe de los ejércitos de la Unión, Winifield Scott, fue un general capaz, autor del buen «Plan de Anaconda», que pretendía estrangular económica y militarmente a la Unión dejándola sin puertos ni comunicaciones exteriores e interiores. Pero Scott tenía graves problemas: 75 años, enfermo, 150 kilos de peso y mucho reglamentarismo (le llamaban «fastidio y pompa» o «viejo gordo y débil»); su plan fue denostado por la prensa y su posición, minada por quienes ambicionaban su puesto, como George McClellan, un hábil organizador que pecó de indeciso. Venció en Antietam, pero desperdició la victoria permitiendo el repliegue de Lee. Fue reemplazado por Henry W. Halleck («Sesos viejos»), capaz, pero igualmente indeciso.
La jefatura del ejército del Potomac, el más relevante del Norte en la primera mitad de la contienda, recayó en generales poco resolutivos. Ambose E. Burnside, empresario, político y militar fue un eficaz organizador anulado por su minuciosidad y detallismo que enredaba a sus subordinados. Joseph Hooker («Fighting Joe»), hábil organizador, valiente y decido fue arruinado por su soberbia y su alcoholismo (su estado mayor era una mezcla de bar y de burdel, se decía). Presumiendo de su reorganización dijo: «Dispongo del ejército más perfecto que haya brillado bajo el sol (...) Si el enemigo no huye, que Dios le ayude. Quizás Dios tenga piedad del general Lee, porque yo no la tendré». Chocó con Lee en Chancellorsville y, con efectivos superiores 5 a 2, fue derrotado y destituido. George Meade venció a Lee en Gettysburg, pero su cautelosa persecución le permitió rehacerse… Lincoln no acertó al designar a sus comandantes hasta Ulyses S. Grant, en 1864, que impuso la guerra total y venció en 15 meses.