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El masaje a Himmler que salvó la vida a más de 800.000 judíos

Los problemas en el sistema simpático del oficial nazi le hicieron depender de las manos de Félix Kersten, un fisioterapeuta que no dudó en pedirle todo tipo de favores; hasta logró detener la orden de dinamitar los campos de concentraciones repletos de prisiones en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial
Nationaal Archief
La Razón
  • David Solar

    David Solar

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El 10 de marzo de 1939, el famoso fisioterapeuta Félix Kersten, acudió a la residencia de Heinrich Himmler, uno de los hombres más temidos y poderosos del Tercer Reich. El jefe de la Gestapo y de las SS le dijo: «He oído hablar de sus milagrosas curaciones. ¿Cree usted que puede curarme de esos dolores abdominales periódicos que constituyen un verdadero martirio?». Tras un detenido examen el fisioterapeuta detectó el problema: «Se trataba de un desajuste del sistema simpático que entraba en el ámbito de mi competencia y que podía ayudarle». Pasado un cuarto de hora de tratamiento, Himmler se encontraba mucho mejor: «Sus manos han actuado como un bálsamo (...) Usted puede y debe ayudarme».
Así comenzó una relación que se prolongaría a lo largo de más de doscientas sesiones de fisioterapia hasta abril de 1945 y cuya consecuencia relevante sería la salvación de «cien mil personas de distintas nacionalidades, de las que sesenta mil eran judíos (...) poniendo en peligro su propia vida» (Congreso Mundial Judío). Pero la cifra debió de ser muy superior según el historiador francés, François Kersaudy, en su obra El médico de Himmler. El hombre que salvó a miles de personas del Holocausto (Taurus).
Félix Kersten, nació en 1898, en Yourieff (Livonia, provincia de Rusia y actualmente en Estonia) donde el pueblo llano era «estonio, los funcionarios, rusos, los comerciantes, judíos y los terratenientes alemanes», como lo eran los padres de Félix, que creció hablando alemán, estonio, ruso finlandés y hasta yiddish. Lenguas aparte, no se distinguió como estudiante hasta que su padre le encauzó hacia la economía familiar enviándole a una escuela de agricultura donde le sorprendió la Gran Guerra que interrumpió su carrera, dispersó a la familia y le convirtió en soldado.
Luchó por la independencia de los países bálticos, resultando herido en las piernas, lo que le retuvo meses en un hospital de Helsinki, donde combatió el aburrimiento practicando fisioterapia con tanta habilidad que el director del hospital le dijo: «Tiene usted un auténtico tesoro en las manos» y comenzó a formarle como fisioterapeuta y a introducirle en el tratamiento de sus pacientes. Gracias a él pudo estudiar medicina y asimilar los conocimientos de prestigiosos fisioterapeutas finlandeses, alemanes y, sobre todo, del doctor Ko, una eminencia chino-tibetana que, tras comprobar sus conocimientos, le dijo: «Mi joven amigo, no sabe usted todavía nada de nada, pero hace treinta años que le espero. Según el horóscopo recibido cuando yo era novicio en el Tíbet había de conocer este año a un joven al que debería enseñarle todo. Le propongo que sea mi discípulo». Ko formó a Kersten tres años, hasta el otoño de 1925, en que se despidió para regresar a su monasterio a prepararse para morir. «Mi misión está cumplida. Le he enseñado lo que me está permitido enseñar. Está usted preparado para continuar mi trabajo. Se ocupará de mis enfermos».
Kersten abrió consulta en Berlín, a la que, paulatinamente, fueron acudiendo políticos, banqueros, industriales... su fama saltó fronteras y se convirtió en fisioterapeuta de la familia real neerlandesa, que le animó establecerse en La Haya, resultando sobreocupado pese a sus elevados precios y a que limitaba el número de pacientes hasta un máximo de cuarenta al año. Con todo, pronunciaba conferencias y examinaba pacientes en Suiza y Austria, hasta que conoció a Himmler. El sanitario advirtió que podría aliviarle pero no curarle: trabajaba dieciséis horas al día, dormía poco, comía mal, carecía de afecto familiar, sufría grandes presiones, «vivía en una continua contradicción y tensión síquica», trabajaba continuamente para protegerse de sus rivales (Göring, Göbbels, Bormann o Ribbentrop) y vivía en perpetua ansiedad por agradar a Hitler.
Sus cuidados iban a ser largos y Himmler estaba preocupado porque carecía de fortuna ya que no se había enriquecido como otros gerifaltes nazis: «¿Qué me va a cobrar?». El médico pospuso el asunto hasta ver en que paraba la relación, en la que coincidió la afición agrícola: Himmler era ingeniero y Kersten, de familia campesina, tenía estudios agrarios. Por otro lado, el médico tenía un encargo secreto: en La Haya contaba con un círculo de amigos, entre ellos el general Roëll que, ante el peligro nazi, le solicitó que observara sus ideas sobre los Países Bajos. Así comenzó a insertar la política en sus conversaciones. El 26 de agosto, a su regreso de una visita familiar a Estonia, preguntó a Himmler, que se encontraba mal: «He observado concentraciones de tropas ¿Estamos cerca de una guerra?»; «Sí [le respondió], vamos a conquistar Polonia para meter en cintura a los judíos ingleses. Se han vinculado a este país, garantizando su integridad».
Las confidencias seguirían sobre asuntos como la guerra ruso-finesa, de gran interés para Kersten con pasaporte finlandés y amigos allí, por lo que, aun consciente del peligro, ya sabía cómo cobrar a Himmler, cada vez más dependiente de sus cuidados, casi semanales, aunque el peligro era grave: le negó un visado para ir a La Haya antes del ataque alemán, en abril de 1940, y le chantajeó con su familia para que no viajara a Finlandia por si no regresaba. Kersten se sintió prisionero durante la campaña de Francia (mayo/junio, 1940) en que tuvo que acompañarle en su tren particular.
Nuevamente se suscitó entonces la cuestión económica y el médico le dijo que nada le debía pues era un asunto entre amigos, pero le solicitó la libertad de seis prisioneros políticos. «No estoy autorizado», rechazó Himmler. «Mein Reichsführer, entre amigos se pueden hacer muchas cosas», insistió y Himmler firmó. El camino estaba abierto y el médico advirtió que él también podía chantajearle: en La Haya detuvieron a un amigo anticuario y Kersten pidió a la Gestapo que lo pusieran en libertad; el policía quedó anonadado cuando Kersten exigió que telefoneara a Himmler y este, con fuertes dolores, le rogó que regresara a Berlín; el fisioterapeuta reiteró su petición, «pues angustiado por su amigo su tratamiento perdería eficacia», y el anticuario fue liberado.

MANEJANDO AL MOSTRUO

Cuando Himmler se encontraba mal «se hallaba muy desvalido y era muy influenciable. De ahí que cuando empezaba una crisis tenía que llegar yo con mis listas. En esos momentos firmaba todo lo que se le ponía delante. Pero una vez restablecido era casi imposible hacerle firmar una liberación. Con estos dignatarios nazis no se conseguía nada utilizando la lógica y la razón; al contrario, esto les volvía desconfiados» (Kersten, notas).
Gracias a su habilidad, sus demandas y presiones crecieron. La época crítica comenzó en 1942, tras la planificación en Wansee del exterminio de los judíos. Aquel verano Himmler exigió a Finlandia que le entregara sus judíos, que eran unos dos mil. Helsinki se negó y Berlín, en represalia, rechazó enviar a los finlandeses 30.000 toneladas de trigo que necesitaban perentoriamente. Himmler viajó a Finlandia a negociar el asunto y le acompañó Kersten, que logró la entrega del trigo mientras la deportación judía se pospuso indefinidamente. A lo largo de 1943 seguirían decenas de peticiones de libertad, mayoritariamente atendidas, pero la Gestapo advirtió el juego y, con Kaltenbrunner a la cabeza, trató de eliminarlo.
Eso le obligó a tomar precauciones: Himmler le permitió emigrar a Suecia con su familia, comprometiéndose a regresar cuando le necesitara. A partir de diciembre de 1944, con los nazis rabiosos ante su derrota inminente, logró liberaciones asombrosas: millares de daneses, noruegos, suecos, neerlandeses, belgas y francesas, austriacos y judíos... Y, a mediados de marzo de 1945, consiguió que Himmler incumpliera la orden de dinamitar los campos de concentración donde quedaban unos 800.000 judíos y de destruir los diques de La Haya inundando la ciudad. Tras la guerra nada le sería reconocido porque se cruzó en el camino del conde Folke Bernadotte, primo del rey de Suecia, que se atribuyó la mediación ante Himmler –dato que la historiografía aún utiliza– y ocultó que se entrevistó con él y logró lo que quería gracias a Kersten y como éste tratara de denunciar la superchería, Suecia protegió al conde, convertido, además, en mártir de la paz al ser asesinado en Jerusalén, en 1948, por un terrorista israelí.
El ocaso de Kersten fue agridulce: a punto estuvo de ser procesado por colaboracionista, Suecia rechazó reembolsarle el dinero empleado en su servicio y a darle su nacionalidad... hasta que una investigación en los Países Bajos abrió paso a la verdad. Finalmente, recibió altas distinciones neerlandesas y francesas, además de la nacionalidad sueca, el rembolso de su dinero y pudo abrir consultas en Estocolmo, La Haya, Düsseldorf y París, hacia donde viajaba cuando un infarto terminó con su vida en 1960.
  • El médico de Himmler (Taurus), de François Kersaudy, 392 páginas, 22,90 euros.