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historia
El cuadro perdido de la gran batalla del imperio español
El lienzo es el eje de la exposición que inaugurará el Museo Naval en abril y ha revelado detalles hasta ahora desconocidos de la toma de Salvador de Bahía en 1625. El autor de este descubrimiento explica su importancia

Llevaban buscándolo durante más de veinte años varias instituciones e investigadores de primer nivel. Desde 1959 se le había perdido la pista, con la pena de que en aquella ocasión de hace ya mucho más de medio siglo no se le había prestado toda la atención que merecía su enorme potencial. Se trataba, ni más ni menos, que de un grandioso cuadro del siglo XVII que retrataba, como si fuera una gran foto fija de nuestro tiempo, las operaciones navales y militares de uno de los acontecimientos más espectaculares de la superpotencia mundial de aquellos tiempos, la Monarquía Hispánica. El mundo entero se quedó asombrado de que nada menos que 52 barcos de guerra, en su mayoría galeones bien artillados, hubieran cruzado la Mar Océana y en tan poco tiempo: apenas unos pocos meses entre el otoño de 1624 y la primavera del año siguiente. Todo un récord logístico para la mayor escuadra de guerra que hasta entonces atravesaba el Atlántico. Era la armada hispano-portuguesa (por aquel entonces, desde la subida al trono portugués de Felipe II, los dos países formaban parte del mismo imperio) que se plantaba, con un arrojo sólo digno de aquellos pueblos que habían atravesado y conquistado medio mundo, en la Bahía de todos los Santos, en Brasil, para recuperar la excelsa capital de aquel territorio. Salvador de Bahía. Con muy buen ojo (porque no solo significaba la conquista de un gran emporio comercial azucarero, sino el control de una posición inigualable para controlar el tráfico español de las Indias, incluyendo la vital ruta de la plata de Potosí) los holandeses –calvinistas– la habían tomado audazmente un año antes.
Era una gran ofensa a Dios y, por supuesto, a la reputación y el crédito –como se decía entonces– para la soberanía del Rey Católico, Felipe, cuarto de este nombre, el «rey planeta», por más señas. Un imperio que se considere como tal no podía permitir tamaña afrenta, sobre todo estando por medio la más noble de las tareas humanas en aquellos tiempos, la de la salvación de las almas, que ahora estaba en peligro por haber caído aquel tan exótico como provechoso territorio en manos herejes.
Era toda una epopeya esa expedición hispánica que superaba todos los límites de espacio y tiempo, con 12.500 hombres jugándose la vida en la peligrosa travesía (siempre se hacía testamento antes de comenzarlo porque las posibilidades de perecer en el intento eran de una a diez) y la apabullante cifra de 1.185 piezas de artillería de gran calibre. Lo nunca visto. Una gigantesca operación anfibia con el doble propósito estratégico de rendir la plaza por hambre (iban pertrechados y avituallados para ello ante las formidables defensas abaluartadas que se habían apresurado a construir los holandeses) y, combinadamente, por el impresionante despliegue artillero que batiría todos los flancos posibles de la ciudad.
El mejor marino
Al mando de tamaña fuerza combinada iba el mejor marino español de la época y, posiblemente, de toda Europa, don Fadrique de Toledo, curtido ya en grandes batallas y temido por sus enemigos franceses, berberiscos y, por supuesto, holandeses. Levantado tres campamentos con sus respectivas defensas y el más moderno armamento, tan sólo en un mes, el de Toledo, I marqués de Valdueza por sus propios méritos, conseguía la capitulación holandesa. Corría el 30 de abril de 1625, como reza la gran filacteria que corona el colosal cuadro. Sin embargo, la fecha oficial de la victoria, la que va a figurar en todos los libros de Historia a partir de entonces, sería el 1 de mayo, que es cuando las tropas hispano-lusas entraron en la ciudad. Detalle, que no es, ni mucho menos, menor, como vamos a ver enseguida. Ahora entraba en acción el relato, la versión del acontecimiento, el aprovechamiento –sobre todo propagandístico– que se podía hacer el mismo. Y, claro, con el relato, entraba la política. El todopoderoso valido de Felipe IV, el conde duque de Olivares, era evidente que no iba a dejar escapar una ocasión como esta para afianzar –todavía más– esa imagen de «dueño de todo» en la Monarquía (como llegó a decir de sí mismo nada más expirar el anterior soberano, Felipe III). Desplegó todas las armas de que disponía para su propio proyecto político y su persona.
La noticia del impresionante acontecimiento recorrió toda Europa con las Relaciones de sucesos (más o menos los periódicos de la época), con un impacto todavía mayor que el de la batalla de Lepanto (más de un centenar), y hasta Lope de Vega, entre otros, le dedicó una comedia nada más conocerse la noticia.
Pero en las representaciones culturales había que poner todo el esmero para ganar la batalla del relato. Y dos van a ser los referentes fundamentales, que han llegado hasta hoy. Por un lado, el relato del cronista oficial Tamayo de Vargas, que terminará su obra alegando sin rubor que todo aquel éxito se debía a ese «nuevo atlante» de la Monarquía, el primer ministro Olivares, que, con su capacidad y sus desvelos constantes, sujetaba todo el peso del inmenso imperio español, para mayor gloria de Dios y de su rey. Y, por otro, el famoso cuadro de Juan Bautista Maíno, concebido para la serie de pinturas del Salón de Reinos del Buen Retiro (entre las que estaba también La rendición de Breda de Velázquez), hoy en el Museo Nacional del Prado, en el que don Fadrique de Toledo aparece como actor secundario ante la superioridad del propio conde duque, que, desde una posición más alta, en un tapiz, corona con la corona de laurel de la victoria la testa de Felipe IV, para mayor gloria de sí mismo…
Con los dos personajes enfrentados previamente por distintos reproches, el todopoderoso político, y el heroico, pero con el poder de una hormiga –como él mismo diría– en la corte, la venganza personal y cultural estaba servida. Durante siglos, la imagen de Maíno será la imagen del impresionante acontecimiento, con Olivares como protagonista. Hasta ahora….
El feliz descubrimiento del cuadro que nos ocupa en una colección particular, la del actual marqués de Valdueza, descendiente directo de don Fadrique de Toledo, supone un vuelco en dicha imagen, en aras de la verdad histórica, y no del interpretativo relato. La Historia es la ciencia de la verdad, por mucho que, desgraciadamente en nuestros días, muchos se empeñen en instrumentalizarla para fines que nada tienen que ver con lo científico. El cuadro muestra en todo lo que permiten las dos dimensiones la «verdad» de lo que sucedió, con cientos de minuciosos detalles, como el del traslado del cadáver del ingeniero mayor Juan de Oviedo, caballero de Montesa, uno de los grandes personajes que murió en combate.
Ante el relato simbólico y metafórico del cuadro de Maíno, nos aparece en nuestro cuadro, en todo su esplendor, la presentación realista de los hechos, con la guerra y sus sufrimientos como principales protagonistas, y todo el despliegue de hombres y medios que conlleva. Todo lo que puedo suponer aquello. Aunque también contine un cierto relato (toda obra humana tiene alguna dosis, por pequeña que sea, de subjetivismo): el ensalzamiento de la figura del héroe de la batalla (la fecha a la que aludíamos da protagonismo a quien consiguió la capitulación, don Fadrique, además de ser quien figura en la filacteria del lienzo) y de las tropas españolas.
En todo caso, este maravilloso testimonio del pasado es un puntal básico para la investigación de la verdad, contrastando suficientemente todas las fuentes de las que disponemos, y separando propaganda de realidad. Y a eso nos hemos dedicado durante los últimos años un equipo de investigación que he tenido el honor de dirigir y que acaba de publicar el libro Historia sobre lienzo. Sitio y empresa de Salvador de Bahía, 1625 (Sílex), que analiza detalladamente el cuadro y su contexto histórico y artístico desde muchos puntos de vista. Además, dada la trascendencia del descubrimiento, el Museo Naval acogerá en la próxima primavera, coincidiendo con el 400 aniversario del acontecimiento, una gran exposición con nuestro cuadro como gran protagonista: Annus Mirabilis, Salvador de Bahía,1625: el «crédito» de España, en la que desde hace meses está ya trabajando la directora técnica del Museo, Berta Gasca, y su formidable equipo. También se está realizando un atractivo documental, dirigido por el gran profesional Antonio Pérez Molero, que se emitirá en las principales cadenas.
Todo ello, como decimos, en beneficio de la verdad, de la verdad histórica, y no del relato, que en el siglo XVII contaba más –como desgraciadamente de forma creciente estamos viendo también en los tiempos que vivimos– que el certero conocimiento del pasado. Con este conocimiento es como, realmente, podemos comprender nuestro presente y enfrentarnos con la mejor disposición a los retos del futuro. Un futuro que sea, con la verdad por delante, feliz y honesto.
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