Jueves Negro

"Groucho (Marx), el baile ha terminado"

De cómo la "aristocracia" de Wall Street lanzó la idea de que invertir unos míseros euros en acciones iba a hacerlos ricos

Fotografía del «Black Thursday», el 24 de octubre de 1929, cuando se produjo el crack de la Bolsa de Nueva York
Fotografía del Jueves Negro, el 24 de octubre de 1929AP

Groucho Marx, como tantos otros, se montó en el dólar a mediados de los locos años veinte. Tanto era el montante y tanta la facilidad que a punto estuvo de colgar los hábitos de actor para calzarse los de especulador sin que no hubiera mañana. Tentador dinero fácil, y a raudales. No aprovechar la ocasión parecía propio de bobos. Él, como tantos otros, descubrió de repente el maná de dólares de Wall Street. Y sin saber absolutamente nada de valores bursátiles se apresuró a comprar más y más acciones de desconocidas compañías domiciliadas en lugares remotos. Cualquier chismorreo, susurro, chivatazo de quien fuere, era suficiente para lanzarse alocadamente a por acciones. Cada minuto contaba, tal era la velocidad con que la mayoría de los valores se disparaban al alza en Wall Street. Año tras año, sostenidamente.

La Bolsa de Nueva York había dejado de ser un negocio clasista para abrir sus puertas, de par en par, a clases no necesariamente pudientes. ¿Cuándo se produjo ese cambio? El origen está en el fervor patriótico que desató la contienda bélica en Europa con la Primera Guerra Mundial. Si, en su inicio, los Estados Unidos rehusaron entrar en la contienda, al poco tiempo decidieron tomar parte en esta. Y se hizo con una llamada a las clases populares para que contribuyeran a financiar la participación del Ejército de los Estados Unidos en una guerra que tenía lugar en el otro lado del Atlántico. Se recurrió para ello a los dos actores de cine –para entonces mudo– más populares de la época. Charles Chaplin y Douglas Fairbanks. Aunque más tarde se arrepentirían, en ese momento no dudaron en prestar su imagen para seducir a los americanos para que estos adquirieran los llamados bonos patrióticos, los «Liberty bonds». Invertir en esos bonos se convirtió en una especie de deber patriótico. A cambio, cada seis meses los inversores recibían una compensación vía intereses. Lo determinante es que ese ejercicio de adquisición de bonos sembró la idea de invertir en acciones bursátiles más allá de los banqueros de Wall Street, abriendo las puertas de par en par a la entrada en el negocio bursátil del grueso de toda una masa de ciudadanos que hasta la fecha habían vivido ajenos a ese mundo de las finanzas que era, hasta entonces, un coto privado de banqueros que hacían negocios entre ellos.

Fue uno de esos avispados banqueros el que vio la oportunidad de dar continuidad al negocio de los «Libety bonds» invitando a la población a invertir sus ahorros en Wall Street. Y el dinero fluyó como nunca, aunque fuera un dinero imaginario que sólo estaba en papeles que cambiaban constantemente de mano. La guerra se acabó. Pero la semilla del dinero fácil estaba plantada. El precedente no pasó por alto a uno de los magnates de Wall Street, que vio así la manera de engatusar masivamente a las clases medias y modestas en la telaraña bursátil. La codicia humana hizo el resto. Y fue así como la Bolsa de Nueva York dejó de ser un club privado de aristócratas de las finanzas que hacían negocios en un círculo cerrado para convertirse en un club público que manejaba la aristocracia financiera y que ahora especulaba con el dinero de todos a su antojo.

Un tipo seductor

Ese banquero, artífice de la apertura de Wall Street, fue Charles E. Mitchell, presidente del National City Bank. El mismo que situó a ese banco en la cresta cimera de los bancos estadounidenses. Era un tipo seductor que convencía a los clientes para que invirtieran el dinero de sus cuentas comprando acciones en el mercado bursátil. En particular las del banco que acabó por presidir y que gracias a su estrategia se erigió en el primero del país. Lo que, claro está, también reportó enormes beneficios a Mitchell. Su iniciativa causó furor en el mundo de la banca y produjo un efecto contagio. Todos los bancos copiaron la estrategia y todos los clientes siguieron los pasos de los primeros por cuanto la idea de invertir era una manera de obtener ganancias sin igual y sin trabajo alguno.

La cosa fue degenerando. Llegó un momento en que comprar acciones no pedía casi desembolso alguno. Se compraban a crédito. Una forma que también para entonces se generalizó en el consumo. Compre hoy y pague pasado mañana. Groucho Marx lo confesaba en una suerte de biografía de su vida. «Yo no presencié la fiebre del oro de 1849. Pero me imagino que aquella fiebre fue muy parecida a la que dominaba ahora a toda la nación». Todo eran facilidades para comprar acciones. El margen era del 25%. Esto es, si pretendían adquirir acciones por valor de 100.000 dólares únicamente había que pagar en efectivo 25.000. El resto quedaba adeudado con el corredor de bolsa, que sólo deseaba captar dinero para sacar un rápido beneficio con el convencimiento de que la Bolsa subía y subía. Sin parar. En una especie de década prodigiosa, de milagro económico, de abundancia, de incremento de la riqueza sin fin. Y sin pegar golpe. Lo cual no era un asunto baladí. Por primera vez, la clase trabajadora vivía el sueño de lucrarse sin sudar la camiseta.

Contaba el nieto del por entonces hombre más poderoso de Wall Street, Thomas Lamont, que la codicia llegaba hasta los limpiabotas apostados en las inmediaciones de la Bolsa. Todos tenían un consejo o habían escuchado algún chismorreo y aconsejaban a sus clientes para que aprovecharan una u otra oportunidad. Todo el mundo parecía saber la forma de hacerse rico aprovechando una oportunidad.

Lamont era el presidente de la banca JP Morgan, un gigante financiero de larga tradición. Éste, como Mitchell, también vivía en una lujosa mansión en Manhattan. Pero mientras el primero llegaba a Wall Street andando –por prescripción médica– tras recorrer cerca de ocho kilómetros, Lamont llegaba con su ostentoso yate por el río Hudson. Y sólo recorría a pie el último trecho. JP Morgan fue quien había ideado los bonos patrióticos de común acuerdo con la Casa Blanca, regentada por un demócrata. Woodrow Wilson. En la campaña electoral de 1916 para su segundo mandato, 1917-21, éste prometió neutralidad en la Primera Guerra Mundial. Justo lo que después no hizo, pues apostó de sopetón por meter a Estados Unidos en la contienda, declarando la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917.

Wilson sufrió un derrame cerebral y no pudo disfrutar la victoria de la guerra. En la siguiente elección, los demócratas eran barridos por los republicanos, que fueron los que tomaron las riendas del poder en los gloriosos años veinte. Cuando estalló el llamado Jueves Negro de 1929, el presidente americano seguía siendo un republicano, Herbert Hoover, recién estrenado en el cargo. El Jueves Negro le pilló pescando truchas. Aunque esa pasmosa irresponsabilidad fue propiciada por el mismísimo Lamont. Ante los crecientes rumores, Hoover consultó la víspera a los gurús sobre señales de alerta en Wall Street. Pero Lamont le respondió tajante que todo iba sobre ruedas, augurando décadas de prosperidad infinita.

Esa era la percepción generalizada, instigada por la misma aristocracia de Wall Street que actuaba sin someterse a control alguno. Era la frívola tesis que defendía el grueso de los magnates que promovían alegremente la creencia del dinero fácil. Tanto es así que, en el verano de 1929, John Raskob, consejero de General Motors, afirmaba en un artículo: «Todos los ciudadanos deben ser ricos, si invierten 15 dólares ahora ganarán 80.000 en veinte años». La borrachera consumista siguió hasta el último suspiro. Por eso tanta gente se dio con un canto en los dientes de la noche a la mañana. Uno de ellos, Groucho Marx, quien pasados los años se lo tomaba con cierto humor pese a perder 240.000 dólares, «todo lo que tenía». A cambio, casi un siglo después, equivaldría a 2,5 millones de dólares. Y si no perdió más, según propia confesión, es porque ese era todo el dinero con que contaba. El humorista Eddie Cantor se dejó 250.000. Le habría ido mejor de seguir los pasos de Chaplin, que en 1928 vendió todas sus acciones. Algo singular para un momento en el que todo el mundo compraba y nadie vendía. Pero Chaplin había tomado otros derroteros y se negó a seguir participando de esa locura especulativa. Quien también perdió cerca de 20.000 libras esterlinas fue Winston Churchill, que casualmente vivió en directo la crisis financiera que se desató ese Jueves Negro de 24 de octubre de 1929.

Todo se perdió en un santiamén. La burbuja estalló y se llevó por delante los ahorros de millones de familias. El jolgorio de los años 20 dio paso a la Gran Depresión, a una crisis como jamás antes se había conocido. Sin más. No es que esa aristocracia financiera no intentara levantar Wall Street a la desesperada, que lo intentaron por la cuenta que les traía. Es que el agujero financiero, el batacazo, era tan profundo que por muchos dólares con que intentara amortiguarse no era ya viable. Cuando Groucho Marx llamó a su asesor financiero para pedirle explicaciones sobre lo ocurrido, este no se anduvo por las ramas: «Marx, el baile ha terminado». Luego vendría Roosevelt y su New Deal. Lo que pocas veces se cuenta es que las gentes le apoyaron más por su promesa de acabar con la Ley Seca que por su programa económico para combatir la salvaje recesión.