50.º aniversario
Hannah Arendt y los orígenes del desasosiego político actual
Hace 50 años fallecía la que probablemente sea la pensadora más popular de todo el siglo XX
Hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de Hannah Arendt, quizá la pensadora más popular de la reflexión política contemporánea. Paradójicamente, la autora insistió en enfocar la natalidad –más que la mortalidad– como el acontecimiento decisivo para los sujetos que se interesan por la política, trascendiendo así el conjunto de necesidades personales e inquietudes privadas impuesto por el espacio doméstico. Sin embargo, su muerte permite hacer balance de sus enseñanzas a quienes seguimos leyéndola en busca de respuestas para algunas de las ansiedades de un siglo XXI atribulado por la extensión de la polarización social, las nuevas formas de autoritarismo y el deterioro de las instituciones democráticas.
Siguiendo unas líneas de Montesquieu en «El espíritu de las leyes», Arendt advierte de la peligrosidad que el ser humano tiene para sí mismo, toda vez que su prodigiosa maleabilidad prometeica puede hacerle olvidar las condiciones requeridas para una coexistencia civil digna y respetuosa con la vida ajena, en caso de que las circunstancias induzcan a ello. Recordemos, pues, algunas de las coordenadas que orientaron su obra, en la que se recomienda no desconectar nunca el conocimiento de la práctica.
Comencemos señalando el lugar de honor que la autora que celebramos asignó a aquellos colectivos ejemplares que confirman una sentencia del curtido Conde de Mirabeau: «Diez hombres unidos para la acción pueden hacer temblar a diez mil». Me refiero a los consejos revolucionarios, en los que Arendt encuentra un tesoro que la política del siglo XX no ha sabido custodiar. A su juicio, los «town meetings» en Norteamérica, pasando por la «Commune» de París y la Rusia de los «soviets», hasta llegar a los «kibutzim» israelíes y los consejos obreros húngaros, compartían una misma idea fuerza, a saber, la adopción de mecanismos de selección democráticos encargados de nombrar representantes mandatados desde abajo para defender los intereses de todos.
¿Cuál fue el principal enemigo, con frecuencia en el fragor del «momentum» revolucionario, de estos órganos concretos de la acción política? Arendt siempre lo vio claro. La evolución de los partidos políticos hacia entornos de dominio de voluntades y control de toda disidencia ideológica eclipsó primero y disolvió después la esperanza abierta por la experiencia de los consejos, que salpican gloriosamente con su singularidad una historia por lo general entregada a la práctica de la barbarie. El método intelectual algo ecléctico de Arendt, tempranamente criticado con animosidad tanto por historiadores como por filósofos, retrasó asimismo su recepción académica. A pesar de ello, siempre palpitó un corazón fenomenológico en esta pensadora, formada en los años 20 del pasado siglo en universidades señeras de una patria –Alemania– que en 1933 la desposeería de nacionalidad y pasaporte. Un gesto este, sufrido cotidianamente por tantos individuos a lo largo de la tierra, que Arendt entendió como una muerte civil que servía de antesala para la destrucción no solo moral, sino también física, de seres humanos. Dicha pasión analítica condujo a esta sobresaliente teórica a no caer en asociaciones fáciles entre la patología política y sus causas. Lejos de ello, amenazas como el totalitarismo materializado en el XX tenía sus antecedentes en fenómenos que los marcos ideológicos dominantes en Alemania y Francia habían legitimado desde el siglo de la Ilustración. Tal era el caso del antisemitismo, que expresaba una profunda hostilidad hacia la pluralidad de culturas y religiones, pero igualmente del imperialismo, que amagaba con arruinar la propia noción de Estado al someterla a los intereses crematísticos de una minoría nada selecta. Las raíces de los fenómenos que aterrorizaron a la humanidad en el siglo XX no suelen estar donde se las espera, sino en agendas y conductas que hostigan a la pluralidad –de ideas, de identidades, de necesidades– irrenunciable para la condición humana, muchas de las cuales suelen maquillar de manera torticera su responsabilidad en la configuración de un paisaje social entregado a la fractura y el odio.
En la línea sostenida por la especialista en el pensamiento de Arendt, Máriam Martínez-Bascuñán, en su libro titulado «El fin de un mundo común. Hannah Arendt y la posverdad» (2025), el legado crítico de esta autora nos conmina también a cuidar del mundo –a amarlo– como una entidad compartida que los seres humanos no podemos permitirnos poner en peligro. Por ello, más allá de las múltiples batallas identitarias, resulta esencial alcanzar consensos básicos en materias ligadas a la dignidad de la vida humana, la protección de los recursos naturales y la autoridad conforme a ley de las instituciones democráticas. Si las costuras del Estado comienzan a alterarse para ceder a las pretensiones de discursos negacionistas de las condiciones materiales y simbólicas de una convivencia pacífica y comprometida con principios de equidad y justicia social, habremos abierto la puerta a lobos que no tardarán en llevar al colapso un sistema basado en una dinámica de poderes y contrapoderes. ¿Cómo frenar tal concepción del espacio público y de la acción política?
Ciertamente, Arendt nunca fue muy optimista con respecto a la universalización del interés por la política. Era consciente de que las formas de vida contemporáneas animaban a refugiarse en un consumo adocenado más que a debatir con otros acerca de las mejores opciones de vida en común. Con todo, abogó por generar tejidos civiles donde «los pocos» que se sientan genuinamente movilizados por alcanzar una mayor felicidad pública reciban el reconocimiento y apoyo del resto de la ciudadanía. No toda opinión vale si queremos ofrecer un futuro a la humanidad.
*Nuria Sánchez Madrid es catedrática del departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid