La maldición de España: una eterna decadencia
Ya desde los tiempos de los romanos existe en España, como identidad, un sentimiento colectivo de pérdida, de crisis de un país original reemplazado por uno que necesariamente es peor
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Hay una celebrada frase que recoge el historiador romano Tácito (Ann. 4, 45, 2), y que suele ser aducida, por los más cautos, simplemente como testimonio reciente de pervivencia de las lenguas prerromanas, y, por otros, como muestra de los arcanos mitológicos hispanos. Capturado un joven arévaco en Termancia, que había participado en el complot para asesinar al pretor L. Calpurnio Pisón en el año 25, fue torturado para que confesara acerca de los cómplices. Era una conspiración hispana contra el poder romano, que quería escarmentar a los partícipes, pero el reo dijo en su lengua nativa que se le atormentaba inútilmente porque «aquí existe aún la España antigua». Añoraba y conjuraba acaso las antigüedades de aquella época previa al sometimiento a Roma, el tiempo pasado de la lealtad. Y eso recuerda otro esquema clave de nuestra historia mítica: el de lo viejo contra lo nuevo, la decadencia de un paraíso utópico y endémico, la España de los orígenes, frente a un mundo actual que necesariamente es peor. En esta nuestra edad de hierro, como diría el viejo Hesíodo, lamentamos vivir, aunque algunos destellos nos traigan de vuelta en ocasiones –como en el discurso de Don Quijote a los cabreros– el fulgor evanescente de la edad de oro.
Se ve que ya los pueblos prerromanos de la península ibérica, sometidos al imperio que los cambiaría para siempre en lengua y cultura, añoraban ese mundo edénico e idealizado ante un momento de graves transformaciones. Este esquema se resuelve en una dinámica de oposición y superación circular en la narrativa mítica contaminándose con el mito de la sucesión de las dinastías de dioses y hombres. Después de Zeus quizá vuelva la vieja edad de Crono, y las cuatro yugas del hinduismo conllevan un esquema de eterno retorno después de nuestra luctuosa Kali-Yuga. En la mitología hispana siempre se ha considerado la actualidad como decadencia simbólica. También en la época tardoantigua, cuando escritores cristianos como Hidacio y Orosio lamenten el estado de las cosas en un periodo de convulsiones. Más allá de las fuentes literarias, sabemos que la llegada de pueblos diversos, suevos o visigodos, fue impactante en la realidad material, con ejemplos de abandono de las grandes ciudades y proliferación de villas tardías, como en Asturica Augusta.
Pero también, más tarde, será la conquista musulmana motivo de lamentación arquetípica en el medievo como la siguiente «pérdida de las Españas». Una más de las muchas. En fin, cada momento histórico vive su particular crisis de decadencia: por no hablar de todo lo que se escribirá durante y después de la eterna y gloriosa decadencia del imperio hispánico tras lo que se suponía la edad de oro de Carlos I (aunque también entonces hubo voces decadentistas), o del supuesto retraso secular que acarrea España en el siglo XIX, desde la infortunada guerra de la independencia a los diversos conflictos fratricidas que nos introducen en la modernidad. El 98 es un buen ejemplo de cómo este Leitmotiv ha movido a la par las ideologías sociopolíticas y los esquemas de la narrativa mítica hispana. Es parte del gran relato de la historia de España, a veces con exageraciones y brocha gruesa, pues no siempre cualquier tiempo pasado fue, obviamente, mejor. La decadencia está, sin embargo, muy arraigada en nuestro ideario.
La edad de oro quizá no lo fuera tanto, ni la de hierro tan onerosa. Pero no podemos desprendernos, como de una maldición, de este esquema circular. Me vienen a la memoria algunos ecos en las artes plásticas o escénicas. Se podría, por ejemplo, atisbar el motivo de la decadencia y lo viejo contra lo nuevo en Goya o Zuloaga. El cine ha sabido captar bien este esquema en el neorrealismo hispano y, de otra manera, Buñuel, en «El ángel exterminador» y otros filmes, sabe mostrar ese pesimismo decadentista íntimamente ligado a nuestra historia mítica. Pero pocas películas como «El desencanto» de Jaime Chávarri (1976) encarnan tan certeramente ese fin de raza hesiódico tan dañino para la psique colectiva. «Después de tantos años» (1994), la continuación que documentó Ricardo Franco, con los mismos protagonistas, de la epopeya decadentista de los Panero, evoca esa historia mítica de España en su eterno esquema crepuscular. La caída de la civilización, la elegía por el edén perdido, un cierto gatopardismo inserto en nuestra mentalidad y la sensación del paso del tiempo como un inexorable destructor constituyen, en suma, elementos indisociables de nuestra memoria colectiva.