El pasaporte falso de la reina María Cristina de Borbón
Nadie debía saber que la madre de la reina Isabel II residía temporadas en París con Agustín Fernando Muñoz y los ocho hijos en común
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La reina María Cristina de Borbón, cuarta esposa del rey Fernando VII, cuidó hasta el último detalle para consolidar su doble vida de soberana y madre de ocho hijos bastardos con el guardia de corps Agustín Fernando Muñoz. Viajar a París requería exhibir en la frontera un pasaporte falso que no levantase sospechas sobre la verdadera identidad de su poseedora. Nadie absolutamente, fuera de su círculo más íntimo de familiares y amigos, debía saber que ella, madre de la reina Isabel II de España y antigua Regente de la nación, residía temporadas en París con Agustín Fernando Muñoz y los ocho hijos en común, a quienes el vulgo denominaría luego «los Muñoces».
En el Archivo Histórico Nacional hallé el documento diplomático que, con el número 5.162, permitió a la reina María Cristina de Borbón cruzar de incógnito el puesto fronterizo en numerosas ocasiones. Resultaba curioso que el titular de ese falso pasaporte fuera una tal «Condesa de la Isabela», parecida distinción a la que, en 1848, concedió Isabel II a su hermanastra Cristina Muñoz y Borbón, titulándola «marquesa de la Isabela».
El desconocido documento acreditativo, encabezado por el primer secretario de Estado, duque de Sotomayor, dice así: «Por cuanto ha resuelto conceder pasaporte a la Señora Condesa de la Isabela que con su familia, comitiva y criados pasa a Francia. Por tanto ordena a las autoridades civiles y militares del reino le dejen transitar libremente y a las de los países extranjeros adonde se dirija pide y encarga no pongan embarazo alguno en su viaje a la referida Señora Condesa de la Isabela y demás personas que la acompañan. Antes bien le den todo el favor y ayuda que necesitase, por convenir así al bien del servicio nacional. Dado en Madrid, a 6 de mayo de mil ochocientos cuarenta y siete. El duque de Sotomayor».
Otro duque, el de Riánsares, como le titularía la reina María Cristina, necesitaba también su propio pasaporte para cruzar la frontera francesa. Solo que el suyo, a diferencia del de su regia consorte en la sombra, fue expedido con su verdadero nombre. El capitán general de Castilla la Nueva se lo facilitó sin rechistar.
Dice así: «Concedo libre y seguro pasaporte al Excmo. Sr. Duque de Riánsares, Reg. de Caballería, que pasa a París acompañando a S. M. la Reina Madre. Por tanto ordeno y mando a los jefes militares y autoridades civiles sujetos a mi jurisdicción, y a los que no lo están, pido y encargo no le pongan impedimento alguno en su viaje, antes bien le faciliten los auxilios se expresan y raciones que se marcan, pagando los bagajes a los precios reglados por S. M. como igualmente los que necesite y puedan contribuir al servicio nacional, anotando a continuación el comportamiento que haya tenido en su marcha. Debiendo presentar este pasaporte al Comisario de Guerra encargado de pasarle revista, según lo prevenido por S. M. en los artículos 3º, 4º y 5º del capítulo 1º de la Real Instrucción de 12 de enero de 1824. Dado en Madrid, a siete de marzo de mil ochocientos cuarenta y siete, José Manso».
A esas alturas, la reina gobernadora disponía ya de su camarilla palatina de aduladores, de la que formaban parte, en lugar privilegiado, sus propios suegros don Antonio y doña Eusebia, así como la hija de éstos, Alejandra, nombrada camarista del regio alcázar.
Completaban la nómina de favoritos José Muñoz, contador del Real Patrimonio; Marcos Aniano González, confesor de Su Majestad, capellán de honor, administrador del Buen Suceso, prebendado de Lérida y deán de La Habana, títulos obtenidos gracias a su amistad con Agustín Fernando Muñoz y al impagable gesto de casarlos, aunque fuese en vano; Juan González Caberoluz, ayo de la reina Isabel II, además de oficial de la Real Biblioteca; Serafín Valero, hijo del dómine de Tarancón, administrador de Vista Alegre; Miguel López de Acevedo, nombrado director de la Casa de la Moneda en atención a sus servicios prestados como testigo del enlace secreto de la reina con Muñoz, siendo escribiente del Consulado; Atanasio García del Castillo, antiguo administrador de la Casa de Campo y del Alcázar de Sevilla; y el ex jesuita Juan Gregorio Muñoz.
Los padres de Agustín Muñoz constituían el centro medular de esa camarilla palatina. Cada vez que iban al teatro, ocupaban el palco de proscenio frente al de Su Majestad. Paseaban por el Prado en carruaje tirado por tres mulas y al despedirse de la reina, en sus frecuentes visitas a palacio, la tuteaban: «Adiós, hija».
La pasión de la reina María Cristina de Borbón y Agustín Fernando Muñoz quedaba al descubierto en los bailes organizados por la propia soberana en el palacio del conde de Altamira, que en el Carnaval eran siempre de máscara. Ningún invitado ignoraba el correspondido afecto de la reina por su guardia de corps, ni siquiera los vínculos secretos que unían a la pareja. En uno de aquellos bailes de disfraces, todos los asistentes pudieron ver al conde de Toreno, al ministro Moscoso de Altamira, general Freire y a otros personajes de la época haciéndole la corte a Agustín Fernando Muñoz, ataviado de arriero manchego sin careta. Los demás iban, en cambio, de uniforme, excepto Toreno y Moscoso, que vestían de rigurosa etiqueta. Mientras la reina bailaba rigodones, como hacía de pequeña en la corte de Nápoles donde nació, Agustín Fernando Muñoz cenaba con Acevedo, Herrera y algún que otro amigo.